/ Etcétera. Adriana Mejía
No es que sean asuntos solo de hombres; es que, también, son asuntos de hombres. Me refiero a situaciones que, si bien vivimos más las mujeres, a muchos los afectan, sin que sus padecimientos sean ventilados a la luz pública; en parte, porque a ellos mismos les da vergüenza el papel de víctimas. Las propias estadísticas parecen traficar con tales datos de manera clandestina. Hasta en eso se nota cuán machista es la sociedad en su conjunto. La frase aquella, “los hombres no lloran”, hace tiempos dejó de ser un estribillo de parranda, para convertirse en prueba de la mala educación que se ha impartido desde siempre en la mayoría de familias y colegios colombianos, la cual desemboca en las relaciones interpersonales enrarecidas que nos caracterizan. Qué iceberg tan enorme el que se esconde debajo de esa punta.
Algunas entidades de orden nacional, entre ellas el Instituto Nacional de Salud, Medicina Legal y Defensoría del Pueblo, se han dado a la tarea de seguir el rastro y poner rostro a los NN que no se atreven a instaurar una denuncia, menos aún, a compartir con terceros lo que les pasa. Igual, de antemano, las cifras los clasifican como bichos raros. Y no lo son, la realidad habla sin edulcorantes.
En días pasados salió publicado en El Tiempo un informe que ayuda a visibilizar un problema en el que todos los medios se deberían interesar, en lugar de estar haciéndole eco a la tonta discusión del lenguaje de género –estudiantes y estudiantas, miembros y miembras, individuos e individuas– que ningún servicio le presta a la lucha diaria por la equidad, que muchos y muchas libramos, sin necesidad de forzar el lenguaje hasta la obvia ridiculez. (¿Se enteraron, a propósito, de que Maduro incrementará en Venezuela el número de “liceos y liceas”?).
Entre los datos revelados, cito algunos que merecerían un análisis más de fondo de parte de los investigadores, en el sentido de si son una novedad en sí mismos, o la novedad es que se reporten y registren. (¿O antes no se daban y ahora sí?). Por ejemplo: de las 309 denuncias por acoso laboral que se presentaron al Ministerio de Trabajo, en el primer semestre del año pasado, 146 fueron de hombres; de las denuncias de acoso sexual en el trabajo, recibidas por la Fiscalía, 330 provinieron de mujeres y 39, de hombres; y de los exámenes médicos practicados por Medicina Legal, entre enero y noviembre de 2014, 7.153 víctimas de abuso sexual fueron mujeres y 1.530, hombres; por cada cuatro mujeres que murieron por esta causa, murió un hombre.
En cuanto a la violencia intrafamiliar –hasta hace poco tiempo identificada con la violencia contra la mujer–, el INS estableció que de los 61.997 casos de lesionados durante el año anterior, el 23 por ciento correspondió a hombres; y de las 234 muertes ocasionadas por esta violencia de puertas para adentro, el 44 por ciento fueron de hombres. Proporción que en los ataques con ácido sube hasta un 49 por ciento, lo que significa que aunque este tipo de atentados casi siempre tiene nombres de mujeres, cerca de la mitad de las víctimas son hombres.
No hay que ser estudiosos del tema social, ni aficionados a leer estadísticas en los ratos libres, para darse cuenta de que, aunque las mujeres seguimos llevando la peor parte en todos los tipos de victimización, no es nada despreciable la cuota que están aportando los hombres. Y esta evidencia, antes que sustentar el argumento mezquino de que ya era hora de que empezaran a pagar por lo que nos han hecho –como le oí a una activista que creía de mente abierta, pero resultó más vengativa que feminista–, retrata de cuerpo entero el irrespeto patológico por el otro, que unos y otras hemos ido reforzando generación tras generación; porque el número de afectados –hombres y mujeres–, en lugar de disminuir, va en preocupante ascenso.
Etcétera: Cuando nuestros gobiernos hablan de “los más educados”, ¿se refieren a los resultados de las pruebas Pisa?, o a los del respeto a la integridad y a la vida de los demás. (Ojalá a los dos).
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