Muchas veces se atribuye a San Agustín de Hipona, quien vivió entre los años 354 y 430, una frase impresionante: “si el mundo es un libro, quien no viaja lee solo una página”.
Nada más cierto, aunque las palabras no sean de San Agustín: dicen los expertos que no se encuentran en ninguno de sus escritos. Y en estos meses de pandemia y de confinamiento, los deseos de viajar parecen haberse extendido a mayor velocidad que el famoso virus, quizá porque en la quietud nos hace más falta que nunca el movimiento, la sensación de libertad, la alegría de conocer y de confrontarnos con otras maneras de vivir.
Sin embargo, sea quien sea el autor de nuestra frase, casi siempre pensamos que lo importante es agarrar la maleta e irnos físicamente a otra parte y se nos olvida que a lo largo de toda la historia los seres humanos han dedicado la mayor parte de sus esfuerzos a intentar viajar y a que todas las demás personas los acompañen en esa aventura.
Cualquier buen libro nos arranca de nuestra quietud y nos lleva a descubrir otros mundos, a veces países de maravillas que, como en Alicia, pueden estar aquí mismo, detrás del espejo; a veces mundos interiores, míticos, históricos, reales, poéticos o actuales; a veces científicos o conceptuales. Solo existe una condición: hay que dejarse llevar.
Otros de esos esfuerzos por hacernos viajar son los de personas que dedicaron su vida a crear pinturas, esculturas y edificios y los de todas aquellas que lo siguen haciendo en ámbitos de creación cada vez más ricos y variados. Y junto a esos creadores, desde hace mucho tiempo existen otras gentes que se ofrecen a ser nuestros guías en el viaje a través del arte.
En efecto, esa es la misión que asumen los historiadores del arte, pero no para encerrarnos en un pequeño círculo de problemas estéticos sino para invitarnos a descubrir todo lo que una obra puede revelarnos: historia del arte, historia del mundo. En el sentido más profundo de la palabra.
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No se necesitan muchos esfuerzos ni grandes inversiones. Un libro sencillo puede llevarlo a uno a recorrer el mundo de Picasso o de Van Gogh, a descubrir sus intereses, sus preguntas, sus obsesiones y la imagen que se han creado del mundo. Podemos entrar en las creencias de los pueblos precolombinos, en lo que los griegos todavía pueden enseñarnos, en la riqueza del Renacimiento; ponernos en los ojos de los impresionistas para descubrir un mundo increíble de luz y de color; enojarnos con los surrealistas o sonreír con sus incongruencias.
Es más: hoy las posibilidades de la historia del arte se han multiplicado de manera vertiginosa. Con los recursos actuales que están en la mano de todas las personas, con el celular o el computador, se pueden hacer viajes extraordinarios por los mundos del arte: ver todas las obras que uno quiera, casi infinitas, más que las que pudo haber visto el más destacado conocedor de arte del pasado.
Es un gozo libre porque esas obras no se consumen ni hay que pagarlas; están ahí, en multitud de páginas web de fácil acceso, simplemente para nuestro disfrute. Y, a diferencia de lo que ocurre en un viaje físico, siempre es posible regresar a ellas, repasarlas, volver a descubrirlas o encontrar otras sugerencias porque, en realidad, si nosotros nos aproximamos con apertura de mente y de espíritu, dispuestos a dejar que nos hablen, ellas tienen la virtud de aparecer siempre como nuevas y originales.
Se dice con frecuencia que es mejor ser viajero que turista. Mejor ir ligero de equipaje, sin programas demasiado rígidos, para poder disfrutar del paisaje, de las gentes, del clima, del ambiente de una ciudad. Y nadie pretende que el viajero regrese siendo un experto especializado en el territorio recorrido. ¿Por qué no ensayar a ser viajero por los caminos del arte? Puede ser muy sencillo: basta escoger un destino que, lo mismo que ocurre en cualquier viaje, no conocemos sino que queremos descubrir.
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Holanda en el siglo XVII, por ejemplo. Y, lo mismo que en cualquier viaje es normal empezar por lo más notable y no por el detalle oculto, podemos buscar una información general, en Wikipedia, por ejemplo. Allí aparecerán referencias que llamen nuestra atención; dirá, quizá, que había un pintor llamado Rembrandt que hacía autorretratos maravillosos y ello nos llevará con nuevo interés a buscar las imágenes de esas obras. A lo mejor quedaremos deslumbrados y querremos buscar más. Pero también es posible que no nos gusten y nos dé la sensación de que se trata de un callejón sin salida; no importa; habremos ya emprendido el viaje y, como hace cualquier viajero, buscaremos otro camino.
De todas maneras, nunca olvidaremos que la vida no solo tiene autopistas sino también callejones. Y quizá en algún momento volvamos a ese callejón que antes parecía oscuro y descubramos que allí se escondía un tesoro.
Vale la pena hacer el ensayo de un viaje en el cual la ganancia está garantizada. El arte, un “infinito viajar”, tomando prestado el título del magnífico libro de Claudio Magris.