“¿Quién no ha deseado alguna vez escapar del encierro de la propia vida? Y no porque esa vida no nos guste, sino porque una sola existencia, por muy grande y muy buena que sea, siempre será una especie de cárcel. Una mutilación de otras realidades que pudimos ser”. Rosa Montero
A mi amigo se le veía feliz.
En sus fotos sonreía con su familia y en sus historias publicaba días soleados, platos exquisitos y mensajes optimistas para otros emprendedores como él.
Mi amigo era feliz.
Veía el mundo con una sonrisa tranquila y anticipaba los retos del futuro por venir con una creatividad alucinante. Agradecía a todas las personas que tenía a su alrededor y a cada uno de los que tuvimos la fortuna de conocerlo algún día, nos ayudó a revelar el valor que llevamos dentro y que, a veces, tanto nos cuesta ver.
Mi amigo era valiente.
Enfrentaba los problemas y reconocía todo lo que aprendía de ellos. Su familia luchaba a su lado. Soñaban con lo mismo y construían juntos el camino para lograr ser mejores personas en un mundo mejor.
Mi amigo pidió ayuda.
Sabía que este recorrido era entre todos y siempre fue una pieza fundamental en el equipo. Se sabía rodear, era admirador y en sus maletas cargaba con ligereza las virtudes adquiridas.
Mi amigo era hombre. Y los hombres no lloran. Los hombres son fuertes. Y desde hace miles de años son quienes salen armados a traer la presa a casa. A buscar el triunfo: en la caza, en la guerra, en un salario, en LinkedIn…
Mi amigo era humanista, y el retorno de sus acciones lo veremos siempre detrás de las preguntas que nos formulemos para poder cambiar el mundo.
Esta columna la escribo con la más profunda admiración hacia dos amigos que decidieron partir, pero que, en mi memoria y en mi corazón, jamás dejarán de existir.