De la parte rosa de la historia quizá no haya mejor ejemplo que aquella narración de Manuel Uribe Ángel sobre la “Llorona” que se dejaba oír por las mangas aledañas al riachuelo “Poblado”, por ser ése el lugar en que, en vida y antes de enloquecer, asesinó a un hijo bastardo que quería esconder. La escena pavorosa encontraba compensación, de acuerdo con el eminente cronista, en la pureza de los decorados silvestres: “Espeso toldo formado por el follaje de un cañaveral, y por algunos árboles, y dominado por ancho carbonero, semejante a un paraguas gigantesco, al través de cuyas numerosas y delgadas ramas y de sus multiplicadas, verdes y encrespadas hojas, filtraba como por un tamiz la luz del astro de la noche”.
Los tiempos de la decrepitud han encontrado sus páginas más vívidas en la novela “Una mujer de 4 en conducta”, de Jaime Sanín Echeverri: Helena, una campesina sonrosada e inocente que abandona su hogar montañero para terminar haciendo de puta en una grisácea Medellín, es la contundente metáfora del destino de la quebrada Santa Elena, lozana en su nacimiento pero tan pútrida al alcanzar el corazón capitalino que terminó por merecer su encierro de concreto. Hoy, como si su historia solo hubiera sido leyenda, la quebrada aparece en las conversaciones de los jóvenes cuando, cada 7 de diciembre en el desfile de mitos y leyendas que desciende por la avenida La Playa, a algún erudito se le ocurre divulgar la fantástica noticia de que las aguas de Santa Elena corren bajo el pavimento.
El más reciente capítulo de esta historia de cauces difuntos es el de la quebrada Altavista, hasta hace poco el imponente separador de los dos sentidos de circulación de la calle 30 durante un tramo considerable. Un buen amigo, curtido y entrecano, me habló alguna vez de las excursiones de su niñez por esos parajes, conocidos hace muchos años como las “mangas de Don Fidel”. Según mi relator, los prados se extendían sin avaricia, interrumpidos por las espesas arboledas que resguardaban las aguas límpidas de la quebrada. Cerca del fin de la tarde era forzoso, sin embargo, abandonar ese paraíso, pues se daba por descontado que el temible “Cura sin cabeza” salía a patrullar los campos. A prudente distancia del bosquecillo húmedo -posiblemente por el temor suscitado por el mutilado endriago- se alargaba la rústica calle de Céspedes, primera carretera que condujo a la lejana Belén y que alguna vez recibió al tranvía.
Un aventajado nieto del tranvía es el que ahora obliga a arrojar a la historia los últimos vestigios de los mejores días de un importante tramo de la quebrada, reducido a ser, ahora, la disimulada alcantarilla del flamante Metroplús. Pero no se crea que esta crónica pide marchar y levantar carteles contra la reforma: la quebrada, flaca, maloliente y pintada con el color de una enfermedad execrable, pedía a gritos la paz de una tumba. Esta memoria solo pretende, estimado lector, elevar el sencillo réquiem que merece cualquiera de nuestros muertos. Desde que me conozco estoy bajando o subiendo por la orilla de la quebrada Altavista en un bus de Belén Terminal, y me temo que, mientras elaboro mi duelo durante el próximo par de años, al recorrer la avenida y notar la ausencia del cauce de agua repetiré algo parecido a lo que, según escribió Uribe Ángel, obsesionaba una y otra vez a la “Llorona” de su relato: “Aquí lo dejé, ¿dónde lo encontraré”.