/ Álvaro Navarro
Hace catorce años, un martes de una semana cualquiera, me llamó un amigo para proponerme que nos reuniéramos al día siguiente para almorzar con otros dos amigos. Por esos días yo acababa de regresar a Buenos Aires, luego de vivir cuatro años en Montevideo, y estaba reordenando y reviviendo antiguas amistades, buena parte de ellas vinculadas al área de las Bellas Artes.
Acepté la propuesta y al día siguiente, a la una de la tarde, los cuatro nos encontramos en la legendaria plaza Coronel Dorrego, del barrio de San Telmo, con el simple objetivo de, en medio de la amistad, compartir un almuerzo típico porteño: empanadas de carne picada a cuchillo, ensaladas de vegetales frescos, bifes de chorizo y, para terminar, dulce de batata o membrillo con queso fresco, todo ello bien acompañado con unas copas de buen vino tinto.
La experiencia nos gustó, y a partir de ese día y hasta hoy, este almuerzo de los días miércoles se ha convertido en una institución de amistad y camaradería; el grupo de contertulios se ha ampliado, cuenta con ocho regulares y seis o siete eventuales, y ha devenido en una especie de club inorgánico, donde algunas iniciativas están concentradas en una o dos personas que son las que escogen el sitio para la próxima semana y se encargan de informarlo al resto, y el resto participan (mos) como comensales.
El grupo ha funcionado a partir de varias reglas no escritas o negociadas pero que se cumplen a rajatabla: la asistencia no es obligatoria; la mesa es solo masculina; no se discute sobre política nacional o local; dentro de ella no se realizan o promueven negocios; hay libertad para traer amigos o invitados -los que siempre son bienvenidos- y el único objetivo de cada semana es pasar un buen rato. Existe la posibilidad de promover reuniones con las esposas en otros días y sitios, generalmente para celebrar cumpleaños.
Los años pasan y no vienen solos, así es que poco a poco la salud de todos y cada uno se ha ido complejizando, al mismo tiempo que se simplifican y se hacen más livianos los menús semanales, pasando desde los iniciales pucheros de invierno con todos sus elementos al simple pescado al vapor que a veces pedimos algunos.
En el último año la salud de uno del grupo se había visto bastante comprometida y después de varias semanas de ausencia, hace como un mes nos dijo: “Me gustaría que el próximo miércoles hiciéramos el almuerzo en casa”. Dicho y hecho. Ese fin de semana estuve en la chacra que tenemos cerca de la capital y hablé con mi carnicero de confianza para que me preparara un pedido especial de chorizos de cerdo caseros, morcilla catalana, piezas importantes de bife angosto y asado de tira de Aberdeen Angus; los cordobeses aportaron salames, salamines y chorizos de Oncativo (los más famosos de la provincia de Córdoba), en la quesería del antiguo mercado de San Telmo compramos quesos especiales y afinados, lo mismo que fruta fresca de estación en uno de los puestos; mientras tanto, otros aportaron vinos de buena calidad. El hijo del dueño de casa se encargó ese día de la parrilla, haciendo el asado con la misma competencia de su padre, excelso parrillero, cocinero de fundamento y selecto gourmet.
Ese miércoles concurrimos todos, pasamos una tarde memorable llena de alegría y anécdotas. Nuestro amigo emprendió su último viaje el primero de junio, un bello día de fin de otoño.
He querido compartir esta experiencia con los lectores, para reafirmar la importancia que para nuestras vidas pueden llegar a tener la amistad sincera, la buena cocina y la buena mesa.
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Buenos Aires, junio de 2014
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