/ Etcétera. Adriana Mejía
Es posible que suceda en todos los países del mundo, no lo sé, pero en Colombia cambiamos de apellido como de camisa. En un abrir y cerrar de ojos, porque lo que hoy es noticia, mañana es recuerdo y pasado mañana, olvido. Por eso el interés de los periodistas, de los gobernantes y de la sociedad misma es movedizo y poco confiable. Así como un día nos ponemos la camiseta de algún compatriota triunfador en lo que sea, otro, no solo nos la quitamos, sino que ayudamos a empujar al desdichado.
Y no lo digo por el joven goleador que nos tiene hipnotizados a todos, ojalá que James tenga la cordura y la asesoría necesarias para eludir el manoseo de la fama y concentrarse en lo que de veras siempre ha querido ser: un gran futbolista. Lo digo porque tengo fresco en la memoria que varios medios, de los que ahora celebran con alborozo un brinco descomunal de 15 metros con 31 centímetros, hace unos años, cuando la artífice de ese prodigio se radicó en Puerto Rico, pronosticaron que era el comienzo de su fin en las pistas. Ahora todos son, somos, Caterine.
Ahora Colombia se apellida Ibargüen (y Rodríguez y Cuadrado y Ospina y Yepes y Pékerman y Urán y Quintana y Pajón…). Así lo cree la mayoría.
Yo no, pero Caterine Ibargüen me fascina. Por lo que es y por lo que ha logrado. Ella solita, “con responsabilidad, disciplina y el compromiso que tengo conmigo y mi país”. Con apoyos, sí, pero con sacrificios, sueños y esfuerzos propios, perseverancia y unas condiciones naturales que pocas veces se dan en una persona que carece de todo lo necesario para cultivarlas y explotarlas. Pero lo hizo, gracias a que sus ganas y la confianza en sus capacidades –“no me pongo límites”– no han respetado alambradas (y a que ha tenido los excelentes entrenadores que ha merecido).
Cuando la veo competir por televisión, me fascina la experiencia estética de la que, por unos minutos, formo parte. La plasticidad de las zancadas, los brazos como aspas cortando el aire, los músculos con la tensión al máximo, el vuelo impecable cubriendo una distancia mayor a lo que mide de largo un Twin Otter y, por último, la arena que levanta cuando su cuerpo cae y su cola de caballo se eleva al cielo. Puf, al fin respiro. Y ella, como si fuera poco el espectáculo que acaba de brindar, saluda al planeta con una sonrisa de piano abierto que sella con broche de oro 29 años que la han llevado, a los trancazos, de la pobreza de Apartadó a la cima del atletismo mundial. Romper récords es lo suyo. Superar los 15.50 metros y alzarse con la medalla de oro en los próximos Olímpicos son sus nuevas metas. Algo más de ahí, sería la prueba reina de que Caterine es la mujer de acero.
Sí, me fascina, repito. Porque es mujer y le gusta serlo, es negra y le gusta serlo, es antioqueña y le gusta serlo, es buena estudiante y le gusta serlo, es humilde y va por lo que quiere a plena luz del día; sin ases escondidos bajo la manga. Quiere superarse a sí misma y lo dice y quiere alistar su retiro y no sólo lo dice, lo hace. Su cabeza bien amoblada tiene muy claro que la carrera del deportista de alto rendimiento es corta y que sobre las glorias obtenidas no se puede dormitar y que vivir en el futuro de la caridad pública, ni por el chiras. Desde ya se prepara para el pos podio: es enfermera y pretende obtener una maestría en Educación.
Y me fascina, también, porque es hermosa. Tiene una belleza que las pasarelas, los platós de televisión, los reinados y los quirófanos nos han llevado a desconocer. Me refiero a la belleza que resulta de ser como se es y serlo con orgullo, independiente de cuales sean los cánones impuestos por las corrientes de moda.
Etcétera: En conclusión: no soy negra, no soy de Apartadó, no soy atleta –con cincuenta abdominales quedo de clínica–, no soy enfermera –veo una herida y fácilmente podría ganar los cien metros planos, salgo a mil–, y no me apellido Ibargüen, pero Caterine, lo que ella representa y significa, me fascina.
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