Las cuatro damas son paisas, llevan décadas viviendo lejos, bajo el influjo de otras culturas, y aquí nos cantan la tabla.
Ana Lucía Palacio Pérez -44 años en Montreal Canadá- estuvo a punto de quedarse ciega en Envigado. Hace un mes se le encortinó la mirada, debido a un eclipse de cataratas y comienzo de glaucoma. Pero esa es otra historia: la buscamos, al igual que a otros tres pares de ojos, para que nos “perfilaran”, como se dice ahora.
Y aprovecharon para cantarnos la tabla como sociedad, pero a la par destacaron atributos. De entrada, el consabido “tan queridos, tan formales”, con que nos soban la nalga antes de clavarnos la hipodérmica de nuestros pecados: que no saben cómo sobrevivimos en medio de atascos del tráfico y de una inseguridad de miedo, que somos ostentosos, derrochones y prejuiciados, pero -sobre todo- que no vemos más allá de nuestro ombligo paisa.
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Ana Lucía refiere maravillas de nuestro sistema de salud. Por el incidente visual mencionado tuvo nueve días de hospital. Se declara sorprendida con la calidad y oportunidad del servicio. “Me han corrido; allá (en Montreal) para conseguir una cita con especialista puede pasar hasta un año. Aquí estamos aterrados con la disponibilidad de los médicos y la buena atención. Me han hecho muchos exámenes que allá no los harían. A comienzos de abril me operaron”.
En la positiva valoración coincide Luzmila Londoño Alzate, con 46 años de residencia en Norteamérica, últimos 30 en la ciudad de Atlanta: “He percibido el servicio de salud con una calidad similar a la de aquella ciudad. Me gustó mucho, es muy ágil y oportuna la atención y todo lo demás”. Pero lamenta que la pandemia haya empobrecido estos atributos.
“Acá no manejo ni loca”
Unas de cal y otras de arena: Ana Lucía dice que en Canadá conduce despreocupada, pero que aquí “no manejo ni loca, porque veo el desorden de los motociclistas que parecen montarse encima de los carros y eso es aterrador”. Extraña el orden que, en la conducción de vehículos en general, impera en el país del norte, “porque aquí ellos se meten por cualquier hueco, y zigzaguean y casi que se trepan en el parabrisas de los carros”.
Luzmila Londoño asocia la congestión vehicular con el esmog, que la pone a volar: “Cierro mi casa y al otro día lo que barro es hollín; es muy alta la contaminación, pero a la gente no le importa. Allá (en Atlanta) hay regulación vehicular estricta”.
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A su turno Edith Quintero (37 años en Carolina del Sur) formula igual cuestionamiento. “Siempre que regreso, los cuatro primeros días sufro congestión nasal”. Y Lucrecia Hoyos (30 años en Arizona) percibe un cambio garrafal en el ambiente. Contrasta los tacos de carros y motos -que la aburren- con ese centro de la ciudad vacío los fines de semana de hace pocos años. ¡Qué aire tan pesado!, exclama.
Volvemos con Ana Lucía, quien “ve” que aquí la gente va por las calles de la ciudad muy tranquila. “Antes a uno le decían que qué peligro Envigado. Hasta ahora nada me ha pasado”; asegura que hay notables avances en seguridad.
Refiriéndose a Medellín, Edith Quintero sostiene, en diálogo telefónico: “Me estreso mucho allá; veo una moto cerca y me dicen “poné el bolso bajo el asiento, quítate el reloj, no guardés el dinero en el bolso”. Agrega que las dos primeras semanas las pasa muy tensionada. Que en Carolina “uno se relaja en aspectos de seguridad, no tiene que ser tan obsesivo”.
Mascotas humanizadas
Ana Lucía indica que aquí, igual que en Montreal, hay una fiebre de mascotas en casi todos los hogares. Diferencias: allá es religión recoger sus excrementos. “Pero yo veo -con todo y los ojos turbios- que en el parquecito que tengo al frente (en el barrio Alcalá), de cada diez personas que pasean a sus mascotas, solo una recoge la suciedad”.
A su turno Luzmila celebra la acogida hogareña a las mascotas, pues en sus años de estudiante las veía golpeadas, deambulando hambrientas y expuestas al atropello automotor. Pero cuestiona que les dan más importancia que a un niño o anciano. Allá (en Atlanta) las mascotas son respetadas, pero no tan humanizadas. “Vi a una anciana pidiendo limosna que luego gastaba comprando alimentos concentrados para su perro”.
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Otra diferencia notable: en Norteamérica hay un respeto muy grande por las personas que ayudan en las tareas del hogar, especialmente en el aseo. Y Ana Lucía tiene por qué saberlo: dedicó su vida a esta última tarea. “Aquí (en Envigado) a las empleadas las tratan como a lo más bajo. Yo gano más que las secretarias de los bancos, por ejemplo. Por eso me dedico al aseo de casas; la gente me trata con respeto, valora mi oficio y eso se refleja en un buen salario”.
Coincidencia. También Luzmila creó una empresa de limpieza de casas en Atlanta, igual, exitosa: “La tuve por treinta años, con cinco trabajadoras salvadoreñas, por cierto, indocumentadas. Limpiábamos cuatro casas diarias. No me sentía mal porque limpiara, por el contrario”.
Volver para qué
La paisa Luzmila Londoño Alzate se hizo ciudadana americana porque vivió allí 46 años. Y le dio por cambiar a su hijo -que dejó allá- por sus ocho hermanos, para vivir con algunos “lo que le resta del día”. Pero fracasó. Sus costumbres, mentalidad y expectativas de vida toparon con formas de ser muy distintas. Regresó a Colombia en 2019 conservando intacto el recuerdo de una familia con un sentido de hermandad muy fuerte. Pero encontró que ese sentimiento se conjuga en pasado: “Ahora todo es muy formal, para verlos pareciera que tiene que ser con invitación, acordar fecha; y no me reciben en la cocina, como en el viejo hogar, sino en la sala, ¡y eso duele! Me hacen sentir como una visita. Y uno buscando compañía por la soledad que manejó allá, pero aquí no la encontré”.
Ahora vive sola. Habla de estadísticas según las cuales quienes regresan a Colombia no permanecen más de tres años, antes de salir corriendo. Quizá ese espíritu cosmopolita que da la exposición a múltiples culturas choca con la estrechez de nuestra mirada. Bien lo sentenció el inolvidable Alberto Aguirre, quien “Siempre criticó esa cultura paisa de cerrar los ojos, mirarse el ombligo y creerse lo mejor”. (El Eafitense, edición 107, en texto de su nieta María Clara Calle Aguirre).
Y por remate, la criticadera. Dice Luzmila que aquí rumba el prejuicio. “No te conocen, pero ya están haciendo juicios negativos”. Y por ese camino, la arrogancia de la clase alta, que entristecía a Lucrecia Hoyos, sentimiento que la llevó -muy joven- a cruzar fronteras: “Yo sentía que la gente que tenía dinero me miraba diferente; había un abismo entre las clases sociales. En los regresos de los últimos años ha encontrado que sí, que los gomelos se comportan igual, pero hay más integración social, en general”. Añade que también la policía cambió: ahora es más amable, más educada. Se han vencido barreras sociales.
Para Edith Quintero la división en clases sociales es ahora más acentuada. Veo a la gente muy dividida, y eso me fastidia. Aquí (en Carolina del Sur) no reparan en qué modelo de carro tienes, por ejemplo. “En Medellín son ostentosos, a cada nada dicen que es tiempo de cambiar muebles, cortinas y demás, por aquello del qué dirán… Es mostrarse, pero a la hora del té tienen la nevera con una jarra con agua y un tomate; muy de dedo parado, pero para nada, solo apariencia. En el Norte no se miden diferencias”, asegura. Pero eso sí, aquí todos “tan queridos, tan formales”.
Desde mediados de abril Ana Lucía estrena lentes, y ya hace maletas de regreso a Montreal.