Los del marco de la plaza

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En el parque de Envigado cayeron las viejas casonas, salieron los merenderos y llegó la modernización, pero perdura el encuentro ciudadano.

La cosa comenzó como el desmenuzar de algo tostado, como una llovizna leve de arenilla, a la par que crecía una tenue nube de polvo. “Esto se va a caer”, pensó el hombre aferrándose a su cajón de embetunar, y alertó a los meseros. Estos a los parroquianos que departían desprevenidos y, todos, al paño de lágrimas del cuerpo de bomberos. En poco tiempo apareció una cinta amarilla que advertía de peligros en ciernes, y empezó a desbordarse la multitud de curiosos, hasta que cayó la vetusta edificación, tres horas después de la inicial voz de alarma.

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Así fueron desapareciendo, por distintos motivos, incendios incluidos, en los últimos sesenta años, los lugares de entretenimiento en el muy mentado parque de Envigado. En el siniestrado que nos sirve de punto de partida, funcionaba un negocio de billares, El Palomar, y un pequeño bar, Los Licores. En el segundo piso la Fonda Envigadeña, que servía comidas típicas. El hecho ocurrió a mediados del 2000.

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Con Jesús Emilio Hincapié, el hombre de la alerta temprana y habitante del parque desde el 2 de diciembre de 1959, cuando tenía ocho años y recibió quince centavos por el primer par de zapatos lustrados, reconstruiremos la vida reciente del siempre cambiante Marceliano Vélez Barreneche, corazón comercial, religioso y afectivo de la ciudad.

Ya en los años cincuenta este amplio espacio público bullía de comercio, palomas y gentes abrigadas por gigantescas ceibas. Bolívar no vivía en el parque todavía, pero sí la estatua de monseñor Jesús María Mejía, 49 años párroco del templo Santa Gertrudis. Por cierto, entonces no había edificación más alta que sus torres. 

Jesús Emilio nos advierte que no todas las construcciones cayeron por viejas: a varias las volvieron trizas incendios “accidentales”, como el que acabó con el bar Sitio Viejo, de la esquina nororiental, un muy movido negocio de dos pisos. Se quemó antes del 80, y en su lugar levantaron el edificio Metropolitano. 

Entre este y el bar caído (todavía estamos en el costado norte del parque) abrían puertas Cachivaches y Distripark; luego, César Quintero los integró en un solo bar que la pandemia cerró. 

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Con su trapo de lustrar enredado en la mano, Jesús Emilio señala al oriente: antigua sede de la ferretería El Arca, en donde Noé Zuleta concentró ejemplares de todas las razas de herramientas y utensilios creadas. En ese punto y local funcionó en los años sesenta el café Victoria; sobre las ruinas de la muy popular esquina surgió, hace poco tiempo, una moderna pero poco ambiciosa edificación.

Llegamos al costado que ocupa el templo: pocas novedades, excepto la desaparición del muy tradicional bar Las Nubes, que cayó en 2013 para dar paso a un conjunto de locales comerciales en un edificio conocido como la Bella Esquina.

Un atrio non sancto

El costado sur iniciaba con el legendario bar La Yuca, una escuela de música para los envigadeños, que vendía a la semana 170 cajas de cerveza y 180 botellas de aguardiente, según el libro “Café, bares y música en Envigado”, de Alberto Burgos, y que compartió fama con la vecina Las nubes, de Fabricio y Fabio Arango. La Yuca molió música y consagró borrachos durante más de treinta años, pero se fue al piso a comienzos de los 80 para dar paso al edificio Envigado Plaza. Al final de la cuadra estuvo la farmacia Sucre del negro Jorge Vásquez, hoy edificio de parqueaderos. En la esquina enfrentada hubo un granero de Luis Carlos Garcés, que cualquier día el fuego consumió, junto con el club Berioska, antes de los años setenta. En la actualidad funciona, en el primer piso del edificio, un conocido consultorio odontológico.

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En el costado occidental del parque se configuró un amplio, pero “sacrílego” atrio como antesala de una seguidilla de heladerías con puertas que no cerraban, y en donde descorchaban botellas de etílico y tronchaban tiras de morcilla: restaurante El Paraíso, La Macarena y la Puerta del Sol, entre otros. El primero fue de Mario Cacharrero Garcés; Jesús Emilio y otras fuentes coinciden en que era visitado por un tal Pablo Escobar, y agregan que Cacharrero fue el que inició a su clientela en el consumo local de narcóticos. Advierten que murió tranquilo en su cama. A su vez la Puerta del Sol, en la esquina de la carrera 43 con 37 sur, alcanzó fama en toda Antioquia. Hoy el histórico negocio está dividido entre una licorera, un expendio de celulares y una cafetería tan versátil que incluso ofrece “granizados sin alcohol y con alcohol”. Cosas de la COVID.

Se nos antoja que en alguno de estos bares se refugió Jesús Emilio para apurar un aguardiente de los más grandes que le sacara del alma a su mujer, cuando la ingrata “se le voló” de la casa; de recuerdo le dejó un niño de dos años y una niña de once meses. A punta de sacarle brillo a miles de pares de calzados y de vender cigarrillos, los sacó adelante. Hoy son adultos hechos y derechos.

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Entre las botas ilustres a las que Hincapié sacó brillo metálico, recuerda las del alcalde Jorge Mesa en sus numerosos períodos como alcalde, las de Antonio Roldán cuando visitaba a Jorge, y en general las de varios mandatarios en ejercicio. Su memoria se detiene agradecida en Mesa Arango, quien atendía sus dolencias y le regalaba para los medicamentos. Asegura que nunca vio el parque tan desbordado de dolientes como durante su sepelio, el 6 de marzo de 1987.

Adiós, serenateros 

Antes de dedicar renglones al Marceliano actual, una mirada a su aspecto en 1940, según el libro “Envigado entre la montaña y el río”, de Vedher Sánchez y Julio Jaime Mejía. Ellos dicen de robustas ceibas en una plaza “bordeada por amplias casonas coloniales, la mayoría de ellas de construcción en madera y con dos pisos”.   

Agregan que eran atracción “los serenateros adobados con morcilla”; que se contaron 23.000 habitantes del pueblo ese año, y que el lugar tenía su bohemia: cantaban, trovaban y versificaban el Caratejo Vélez, Tartarín Moreira, los hermanos Restrepo Rivera… Confirman que hubo “sucesivos incendios que apresurarían la modernización de todo ese sector”, pero que a comienzos del 50 se conservaban edificaciones en su estado original, mas palmeras, ceibas, palomas.

Lo cierto es que el andén de las heladerías no cerraba. En 1977 se estableció que unas 500 familias vivían exclusivamente de la amanecida. Aun así, la administración local ordenó bajar persianas y cerrar puertas a la una de la mañana.

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La medida destempló a las decenas de merenderos que estaban disponibles durante toda la noche, y atendían la clientela “prenda” que les llegaba de Medellín, cuando la capital apagaba su rumba. Con las nuevas disposiciones, esta institución colgó liras y guitarras a finales de los setenta. 

Hoy en día, con la última remodelación del parque en 2015, luego de una inversión de 8.500 millones de pesos, cambió de faz, pero mantuvo su espíritu: punto de encuentro, tertuliadero de jubilados, espacio de rebusque económico y refugio de parejas que dan cuenta de sus quereres con el verbo, las miradas, las manos, o todo al tiempo, algo impensable en los tiempos de las tapias y el bahareque.

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