/ Etcétera. Adriana Mejía
Sigo con Medellín. Intensa, a lo mejor. Pero es que la ciudad que nos da la comida y nos presta abrigo, a todos nos debería interesar; se lo debemos. A mí me obsesiona por épocas. Ahora estoy en un pico alto, gracias a los papeles arrumados que me rodean. Además está el Foro Urbano Mundial que se realizará aquí, en pocas semanas. Mejor dicho, Medellín para rato. De ahí, estos extractos de textos recién encontrados:
Fidel Correa (revista Claridad, 1930), escribe, entre otras cosillas: “El pasear por la ciudad en las horas de la noche causa verdadero pánico; no se ve una sala iluminada, ni se oye tocar un piano, ni se ve una animada tertulia… Para invitar a un amigo a nuestra casa ostentamos un lujo desmedido y tratamos de deslumbrar a nuestros invitados y por eso forzosamente tales invitaciones tienen que ser menos frecuentes… Tenemos un temperamento hosco que nos priva del don de ser amables, una pereza de ser atentos con los demás que después de todo resulta hasta incómoda” (ese tal ambiente monacal, no era asunto de percepción; cualquier crónica de la época lo resalta. Pero, cómo han pasado los años, cantaría el cronista si reviviera. ¡El ruido nos está dejando sordos!, don Fidel; estudios hay que lo demuestran. Lo de la hosquedad –se me ocurre que es grosería en lenguaje diplomático- sí que es proverbial, no así la desatención con los demás, al menos no hoy; aunque, si la duda persiste, favor consultar opiniones de turistas para resolverla. En cuanto a lo de la ostentación, si bien siempre la ha habido y la habrá –por ahí andan sueltos hijos de papi, nuevos ricos, mafiosos, etcétera–, no es la norma general en esta sociedad. De pronto en la del altiplano).
Romualdo Gallego publicó una novela muy diciente desde el título, La pródiga avaricia (1925): “Los cien mil antioqueños que en esta ciudad moran, viven satisfechos y hasta orgullosos de tener la mayor catedral de América Latina, el teatro más hermoso de la América Latina, un ascensor para subir a un edificio de cuatro pisos, un gabinete antropométrico, un carrusel, y el mejor café suave del mundo” (sí que le faltó tiempo a Romualdo –nombre le sobró– para añadir a su lista: la mejor esquina de América, la más educada, la más violenta –como decían en la década del noventa–, la del capo más buscado –por esos mismos años–, la más, la más, para lo bueno y para lo malo. Blablá, la gran obsesión).
Horacio Franco, en Un testimonio y un mensaje (1963), anotaba: “El sentido del humor del antioqueño es esporádico y se concreta a reducido número de ejemplares, en los que se suman todas las corrientes colectivas. Y lo que más extraña es que a veces, casi siempre, se encuentra ese sentido del humor, ese magnífico florecimiento de la ironía en hombres sin ninguna cultura, en analfabetos sin disciplina alguna…” (párrafo que sirve de antesala al desfile de personajes típicos de entonces: Cosiaca, Guineo, Marañas y vaya uno a saber cuántos apodos más. Solo que ese “magnífico florecimiento de la ironía”, era producto de la falta de cordura de los “ejemplares” escogidos, lo cual no tendría por qué haber sido motivo de celebración. Aparte, el argumento de que el sentido del humor es “esporádico” entre nosotros, resulta ser una afirmación deleznable. Sobre todo porque esa publicación es muy reciente en términos históricos y ya, para entonces, debería vislumbrarse la cantera de grandes humoristas nacionales que se gestaba en este Valle de Aburrá).
Etcétera: Cada registro, cada concepto, cada descripción –todos, subjetivos- es una huella que ha ido dejando el paso del tiempo en el rostro de esta ciudad tan excesiva. De estos y de muchos otros cronistas hay una recopilación muy completa de Fabio Botero, publicada por la Universidad de Antioquia: Cien años de la vida de Medellín.