Siguiendo con el arrume de carpetas que, bajo la etiqueta “Medellín”, tiene mi rincón de trabajo convertido en casi un despacho judicial -en el decorado, aclaro-, encuentro al genial Tomás Carrasquilla (más genial de lo que creemos, debido, en parte, a que en los colegios han obligado a leerlo a los adolescentes de varias generaciones, como una imposición costumbrista más que como un goce literario). Y qué cantidad de artículos escribió sobre la ciudad, sobre todo en las dos primeras décadas del siglo 20 (algunos de ellos, recopilados por la U. de A. en Memoria de Ciudad, 1995). Aquí va una rápida selección:
“Admirar, lo lejano, las cumbres detrás de las cumbres, los cerros tras los cerros, la colina que se desprende de la falda, los sotos que se escalonan, los collados que se levantan, las quiebras por donde corre el agua, la opulencia de la vegetación, es, seguramente, uno de los goces más puros y más intensos del alma… ¡Oh, Medellín!… Juzgada desde este punto de apreciativa, eres tú, ciudad risueña y soleada, comarca bendecida. Bien pueden tus habitantes, estos que hinchen el ámbito de tu recinto urbano, maldecir una mitad de la otra, como es de rigor en toda humana montonera… Tus gentes, Medellín hermosa, no necesitan unas de otras para aliviar sus tedios y pesares: con tu naturaleza tienen” (si despertara, comprobaría que la naturaleza es apenas un accidente. ¡Cuánto nos hemos hecho falta unos de otros para aliviar tedios y pesares!).
“A fuer de montañeses y sencillos son devotos y rezanderos estos cristianos de los campos. Rosario al acostarse, alabados al amanecer, amén de jaculatorias a cualquier hora… Mientras los hombres bregan con animales y cultivos, las mujeres se las han con el ordeño, la venduta de leche y el aderezo de los quesos, sin contar con sus labores en el fogón y en la piedra, en el corral y en el lavadero, en la costura y el zurcido. El trabajo de unos y otras es ley ineludible que Dios impuso… Y como todo trabajo enaltece, y como la mayoría de estos campesinos antioqueños son de casta más o menos hispánica, ella va formando esta aristocracia montañera, tan diversamente calificada” (ay, Carrasquilla, ¿por dónde empezar? Si es por nuestros ancestros rezanderos, la realidad nos ha demostrado que tanto golpe de pecho era por costumbre antes que por convicción –le informo que los sicarios son devotos de María Auxiliadora-, así que nos va mejor si no metemos a Dios en nuestros embrollos. Si es por el cuentico de que “todo trabajo enaltece”, ¿se da cuenta de la diferencia en los listados de labores correspondientes a hombres y a mujeres? Y eso que en el de estas últimas falta: cumplir con los deberes conyugales a voluntad del marido y tener y criar hijos por montones. Y si es por lo de la “aristocracia montañera”, mejor me callo.)
“¡Oh río manso y hospitalario! Lo que es gente, ¡no volverás a remojar junto a tu Villa! La edificación urbana ha invadido tus dominios, y los trenes ferroviarios te pasan por la cara… Aquí te pusieron en cintura… Has perdido tus movimientos, como el montañero que se mete en horma, con zapatos, cuello tieso y corbatín trincante. Mas nunca faltarán en tus riberas ni poesía ni hermosura; que por mucho que te dañen la simetría y el confort urbanizadores, nunca podrán avasallar del todo el desgaire armonioso de tu gentil naturaleza” (en esta época su pluma sería abanderada de causas ambientales; los túneles verdes, los retiros de las quebradas, las ciclovías… Seguro.)
Etcétera: Para terminar: “Con todo, se cree y se sostiene a pie juntillas, que (Medellín) es en Colombia, la feliz, emporio prosaico del agio y del logrismo pecuniario; la patria misma del botijón de Sancho Panza. ¡Quién sabe!” (pues, Don Tomás, no han sido molinos de viento tales creencias. Quién lo sabe, es lo de menos).
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