Las mujeres de carácter duro solemos resultar molestas. Nosotras, en cambio, nos vamos acostumbrando a eso de no gustar.
Después de 35 años ya no resulta sorprendente. Levanto mi mano, expreso mis opiniones, contradigo con unos cuantos argumentos y tomo de nuevo asiento. Como si del eco de una canción se tratara, la siguiente estrofa llega unas cuantas horas después acompañada de alguna voz cercana. “¿Qué te pasa?”, es la sentencia de un jaque mate que está por llegar. “Nada, ¿por qué?”, es la respuesta de aquella que cree que todavía puede jugarse algunas fichas. Los minutos pasan… “Te he escuchado demasiado vehemente y contundente con tus argumentos y eso a veces puede resultar molesto para tus compañeros”, la partida ha terminado.
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No gustar hace parte de la lista de talentos que he ido desarrollando con los años. Es como cocinar, hablar en público o bailar; solo que, en este baile, suelo ser la que pega pisotones. Exigir, pedir, regañar, contradecir, practicar la dignidad (sí, es una práctica) y solo entregar amor y cariño cuando el sentimiento es verdadero, ha sido un entrenamiento que, al parecer, he practicado con fuerza desde que soy muy pequeña.
Como las pausas también hacen parte de la música, me detengo para preguntarme: “¿Será que el problema soy yo?”. Llamo a unas cuantas amigas, de esas que son sinceras y frente a las cuales, por el poder de la amistad, se anula cualquier incongruencia. Con algo de preocupación les comento de los malestares que genero y les pregunto si encuentran algún problema en mi forma de hablar. Una carcajada anticipa la respuesta: “Lo mismo me pasa a mí. Hay quejas de varios de mis compañeros. Quejas sin dueño que nadie enfrenta”. Quejas huérfanas adoptadas por el miedo de tener una relación entre iguales.
Mis amigas y yo nos parecemos en el talento de no gustar. Decimos lo que sentimos más a menudo que muchas de las personas que nos rodean. Somos rebeldes y exigimos la equidad. Creemos con la firmeza de una cuerda recién afinada en una guitarra, que los derechos de las mujeres son derechos humanos, no somos santas ni abnegadas ni hacendosas. Argumentamos y si no sabemos de algo somos obstinadas en aprenderlo. Somos las nuevas brujas que están dispuestas a volar sobre la hoguera.
También damos ideas, amistad sincera y conversaciones que enriquecen. Cuando entregamos un abrazo es honesto y brutal, y cuando le decimos a otra persona al oído que la amamos es porque la aceptamos como un otro yo legítimo con el cual caminar de la mano, nunca detrás ni a la imagen de. Cuidamos, abrazamos y nos abrazamos. Somos la fuerza leal que crea y que sonríe ante las ideas de justicia. Nuestra vehemencia proviene de la emoción de sentirnos y sabernos humanas.
¿Qué es eso de no gustar? A veces una decisión. En otros momentos una apuesta política y en algunos instantes una obligación. Y a quienes nos preguntan que si nos pasa algo; no, nos pasa nada; pero, al mismo tiempo nos pasa mucho. Todas tenemos batallas que no comentamos y otras que compartimos. Todas sabemos que en gustar está, tal vez, el primer camino para tener, y que, en el no gustar, se esconde la esperanza de una historia a la que queremos llamar pasado. Somos la molestia que pone en evidencia lo que ya está muerto.