/ Por Bernardo Gómez
Leí alguna vez la anécdota contada por unos misioneros norteamericanos que evangelizaban en un orfanato de Rusia luego de la caída de la Unión Soviética. En aquel albergue había niños y niñas que habían sido abandonados, abusados y dejados en manos del Estado.Se acercaba la Navidad y aquellos pequeños escucharían por vez primera esta historia. Con gran entusiasmo y alegría, los misioneros les contaron acerca de los padres de Jesús, María y José, llegando a Belén; les hablaron de su humildad, de sus múltiples dificultades, del avanzado estado de embarazo de la Virgen y de cómo no encontraron lugar en las posadas, por lo que debieron ir a un establo, donde finalmente el niño Jesús nació y fue puesto en un pesebre.
Los niños escuchaban atentos y en silencio. Cuando terminó la narración, los misioneros les entregaron trozos de cartulina de colores y les pidieron que fabricasen su propio pesebre de acuerdo con lo que acababan de oír.
Obedientes, los chiquillos siguieron las instrucciones y empezaron a elaborar con fervor sus propios pesebres, mientras uno de los misioneros caminaba entre ellos para ver si necesitaban alguna ayuda. Todo estuvo normal hasta que llegó donde un pequeño de cinco años que ya había terminado su trabajo. Al observar detenidamente aquel sencillo pesebre, su atención se detuvo pues dentro de él no solo había un niño sino ¡dos! Le preguntó con cariño por qué había dos bebés, y el menor respondió con cierto aire de seriedad:
“Cuando María dejó al bebé en el pesebre, Jesús me miró y me preguntó si yo tenía un lugar para estar. Le contesté que no lo tenía, ni mamá ni papá. Entonces me dijo que yo podía estar allí con Él. Le repliqué que no podía, porque no tenía un regalo para darle. Pero como quería quedarme con Jesús, pensé en qué cosa tenía que pudiese darle a Él como regalo; se me ocurrió que un buen regalo podría ser darle calor. ‘¿Si te doy calor, sería un buen regalo para ti?’, le pregunté. Y Jesús me respondió: ‘Si me das calor, ese sería el mejor regalo que jamás haya recibido’. Por eso me metí dentro del pesebre y Él me miró y me dijo que podía quedarme allí para siempre”.
Cuando el pequeño terminó su historia, sus ojitos brillaban llenos de lágrimas que empapaban sus mejillas; se tapó la cara, agachó la cabeza sobre la mesa y sus hombros comenzaron a sacudirse en un llanto profundo. El pequeño huérfano había encontrado a alguien que jamás lo abandonaría ni abusaría de él. ¡Alguien que estaría con él para siempre!
Esta hermosa historia nos invita a pensar en el verdadero sentido de la Navidad, que dista mucho de la algarabía y el derroche. Por supuesto, es alegre y gozosa pues celebra la luz, la vida y el amor, pero está por encima de la distancia, el odio, la soledad y la muerte. La Navidad es el triunfo de la fe sobre la desesperanza. Dios sigue confiando en el hombre, continúa teniendo fe en nosotros y aguarda expectante el día en que todos los mortales, sin distinción de raza, lengua y posición social, nos reconozcamos hermanos, hijos del mismo Padre. Cuando llegue ese glorioso día por fin celebraremos una eterna y gloriosa Navidad.
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