/ Etcétera. Adriana Mejía
El asunto Raúl Cuero me tiene con pensadera. Siempre lo he percibido como uno de esos colombianos que nos hacen sentir orgullosos. Un ser humano admirable que no sólo había florecido en medio de la escasez que caracteriza nuestra geografía en casi toda su extensión, sino que lo había logrado con dedicación, inteligencia, solvencia intelectual y un gran compromiso con la ciencia, campo que aquí nos es tan esquivo. Los presupuestos que el Estado destina a estimular la ecuación I+D son penosos, el periodismo rehuye el tema de fondo y se obnubila con uno que otro científico en particular, los estudiantes le sacan el cuerpo al trabajo de laboratorio, por cuenta de un sistema educativo incompleto y de una competencia feroz. Feroz y desleal, plagada de celos e intrigas.
La controversia se generó alrededor de la vida y obra de este microbiólogo nacido en Buenaventura y ascendido a los altares de la academia con indiscutibles méritos, desde el momento en que un exprofesor de la Universidad Nacional, el ingeniero agrónomo Rodrigo Bernal, publicó un artículo en El Espectador, titulado “El dudoso ídolo de Cuero”. Artículo que, desde el título, estaba destinado a levantar polvareda. Y vaya si lo consiguió. La opinión de quienes conocen con amplitud el papel que ha jugado Cuero en las grandes ligas de las batas blancas se ha estirado como pizza doble queso a favor y en contra de su trayectoria. Desde los que lo defienden con convicción, hasta los que admiten haber sospechado algo así, pasando por los que nunca se mojan tomando posición y llegando al público en general que, desconcertado, observa cómo un retador espontáneo tiene arrinconado en la lona a alguien que nunca había pisado un cuadrilátero.
El profesor Bernal dice haberse decidido a profundizar en el recorrido del doctor Cuero “llevado por el orgullo nacional” que le producía este “compatriota genial”. ¡Cómo no! Nada nos impide dudar de su palabra, máxime después de constatar el deleite con el que fue escrito el texto en cuestión, la saña con la que dejó en cueros al susodicho frente a los ojos del cotarro internacional. Porque, en últimas, el rigor de su investigación se limita a esculcar la hoja de vida de RC, ya que no puede –por ser un campo del conocimiento ajeno al suyo– cuestionar la bondad y/o la excelencia de los descubrimientos, publicaciones, aportes, etcétera, que le han permitido, al acusado, además de abrirse un campo en la comunidad científica, ayudar a un mejor estar de la humanidad.
Una emisora radial entrevistó y confrontó a los dos protagonistas de esta historia de chismorreo. La oí completa y, desde mi escasísima familiaridad con esos temas, no podía creer que alguien de la categoría intelectual que debe tener un profesional doctorado en Dinamarca (Bernal) ocupara su tiempo de profesor retirado en husmear en currículos ajenos, en lugar de estarle aportando a la ciencia nacional, que tanto dice que le preocupa, de maneras más constructivas. Lo normal, si es que en verdad tanto admiraba a Cuero, hubiera sido que contrastara directamente con él sus dudas, antes de lanzar a la arena el hallazgo de ese gran tesoro escondido: las exageraciones del científico.
Etcétera: El caso es que sea verdad o mentira lo escrito por Bernal, el mal ya está hecho porque la duda quedó inoculada en la credulidad de la gente. Y al final los dos grandes perdedores fueron: Cuero por su aparente e innecesaria vanidad y Bernal por su evidente e innecesaria mezquindad. Deplorable espectáculo para este circo de tres pistas que se ha instalado en Colombia. Pero, entre el cuero y la cuerina, yo me quedo con el Cuero.
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