A mediados del siglo 20 viajar por tierra desde Medellín a Cartagena se tomaba varios días. El primer día era obligatoria una parada en Yarumal donde “La Nena”. Ella, con un buen sancocho de gallina o un muchacho con papas y yuca o un plato de frisoles con garra (aún no existía la bandeja paisa con todos sus acompañamientos), contribuía a reponer las fuerzas perdidas en las seis o siete horas de viaje y polvo por esa estrecha y serpenteante carretera, una trocha ampliada y sin pavimentar, en la que era casi suicida alcanzar una velocidad de 40 kilómetros por hora.
Este camino lo conocí muy bien desde que estaba muy pequeño, porque algunos de mis tíos vivían en fincas en Santa Rosa de Osos -lugar de origen de la familia de mi padre-, dedicados a la ganadería y a soñar con encontrar una nueva veta de oro que justificase la reapertura de las antiguas minas de mi abuelo.
Para llegar a Santa Rosa de Osos había que pasar por Bello, Copacabana y Girardota, subir la famosa cuesta de Matasanos, pasar por Don Matías y seguir a Río Grande, donde desde los años 40 se construía la central hidroeléctrica de Mocorongo, destinada a dotar de electricidad al emporio industrial que por esos años perfilaba Medellín.
Superado Río Grande, se emprendía otra larga cuesta, se pasaba por el frente de la casa que había sido del General Berrío y un poco más adelante se llegaba al denominado “Gran Hotel Pandequeso”, parada inobjetable de todos los carros, taxis, camiones de escalera y jaulas que circulaban por allí, al igual que de las recuas de mulas y bueyes que traían largas rastras de madera desde los bosques de la zona, o de los arreos de ganado que pasaban con destino a la Feria de Ganados de Medellín y que llevaban varias semanas caminando desde las sabanas de Córdoba o Bolívar.
Sus pandequesos eran apoteósicos y de fama nacional, recién cocidos en horno de leña, con un característico sabor ahumado, con un apetitoso dorado en su parte superior y negros por debajo; su masa era delicada y nada salada, encontrándose en ella con un ojo vacío a intervalos irregulares; se vendían en grandes cantidades y de diferentes tamaños, desde los individuales hasta unos de tamaño familiar de unos 40 centímetros de diámetro. El acompañamiento que mandaba era una taza de chocolate caliente recién batido o una taza de agua de panela caliente. Después de cumplir con esta deliciosa estación, el espíritu tomaba fuerzas para llegar a la próxima parada.
Sobra decir que proseguíamos el camino provistos de ingentes cantidades de deliciosos pandequesos, que serían durante las vacaciones nuestros entrañables compañeros a la hora del desayuno o del algo en la casa de los tíos.
El encuentro con los pão de queijo en Minas Gerais me retrotrajo estos recuerdos y los deseos de hacer en casa unos pandequesos como los de esa época; busqué sin éxito su receta en mis libros de referencia de cocina antioqueña y colombiana, y en internet. Me quedó la sensación que era otra de esas fórmulas secretas que pasan de generación en generación.
Para compensar, encontré en el “Nuevo Manual de Cocina”, de Doña Zaida Restrepo, la receta de pandeyucas, que son iguales a los pão de queijo que había comido recientemente en Minas Gerais.
Si sabe hacer pandequesos ricos escríbame la receta a [email protected]
Buenos Aires, agosto de 2013.
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