/ Etcétera. Adriana Mejía
Ahora, que tanto se está hablando de salud en el país, sí que es verdad que el tema nos tiene “de clínica”. No hemos podido entender ni mu de lo que el ministro de Salud propone y el Congreso pospone. Que las EPS, que Salud Mía, que los precios de los medicamentos, que la calidad de los genéricos, que si el horario de los turnos médicos es inhumano y la atención que prestan muchos de ellos, ídem; que si algunos enfermeros (enfermeras) son ácidos como limón en ayunas, que si los centros de salud atienden más rápido y mejor a quienes tienen prepagada, que si los seguros médicos califican de preexistencia un estornudo…
No entendemos ni mu, pero mientras tanto nos enfermamos. Y nada hace más vulnerable a un ser humano que una enfermedad. Aun en medio de todos los recursos. Sin distingo de raza, religión, sexo, estrato o edad, la impotencia que genera una situación que se sale de las propias manos y, a veces, de las de los doctores, es una dura prueba para la dignidad del enfermo que, de un momento a otro, pierde su autonomía. Usted entra a una clínica, lo montan a una camilla, le ponen la batola, le chuzan la vena con un catéter, y el control de su vida cambia de mando. Igualito a como sucede con el de la televisión cuando la ve en compañía. (Menos lúdico, claro).
Con contadas y honrosas excepciones, médicos y enfermeras hablan entre sí en un lenguaje incomprensible. ¿Pero es que aquí nadie sabe español?, llega uno a preguntarse, cuando ya se siente en el sumun de la invisibilidad kafkiana. Nadie, casi nadie, te determina y tienes que conformarte las más de las veces con leer los gestos del personal de turno, para entender lo que pasa. Da la sensación de que en las facultades están enganchados a Doctor House y hacen de sus locuras de pantalla un ejemplo a seguir en la realidad: tratar la enfermedad, no al enfermo. Lo peor.
Si lo anterior suena caricaturesco, es con intención. A ver si cobran visibilidad momentos y relaciones tan difíciles como los y las que surgen cuando la vida nos juega una pasada. Estoy convencida –hace poco lo comprobé de cerca– de que hay profesionales que, más allá de estar comprometidos con el mejor estar de la humanidad, desde la ciencia, lo están con cada enfermo en su totalidad, incluyendo a sus familiares. Comprometidos en tratarlo como a un ser completo, que además de tener cualquier órgano dándole guerra, tiene todo lo que en su esencia lo hace una persona merecedora de consideración y respeto. Son pocos, pero se notan. A ellos, en nombre de cientos de miles de pacientes anónimos, gracias. No saben que son un bálsamo en medio de la angustia.
Etcétera: Para terminar con buen semblante –expresión de clínica–, nada mejor que estos extractos de La diuresis forzada de Pantagruel originó las aguas termales de Francia, de Franciois Rabelais: “Poco tiempo después el bueno de Pantagruel cayó enfermo del estómago, tanto que no podía beber ni comer, y como una desgracia jamás viene sola padeció también un ‘mea caliente’ que le atormentaba como no podéis figuraros; pero sus médicos le socorrían muy bien y a fuerza de drogas lenitivas y diuréticas le hicieron mear todo su mal. Tan caliente estaba su orina que todavía no se ha enfriado y así la tenéis en Francia en distintos lugares, según el curso que tomó, y se llama hoy ‘baños termales’.
Me enfada mucho una caterva de locos filósofos y médicos que pierden el tiempo discutiendo de dónde viene el calor de dichas aguas, si es efecto del bórax, el azufre, del alumbre o del salitre que hay en las minas por donde pasan, pues no hacen más que andarse por las ramas y más les valdría limpiarse el culo con un cardo borriquero que embobarse discutiendo lo que no saben, porque la solución está afirmada y no hace falta preguntar más: dichos baños son calientes porque salieron de una meada caliente de Pantagruel”. (El texto completo, que es para morirse de la risa, también se encuentra disponible en internet).
[email protected]