/ Etcétera. Adriana Mejía
Para nosotros, los lectores compulsivos y desordenados –y hasta para los rígidos y cartesianos– resulta refrescante aspirar hondo y llenar los pulmones, los sentidos y la sesera con el aire que por estos días se respira en el país, en la ciudad. No es frutal, ni floral, ni amaderado –como anuncian las casas perfumeras–, el aroma en cuestión es literario. (El más real, el mejor). ¡Nos llenamos de Nobeles migratorios!
El primero en pasar por Bogotá, a comienzos de abril, fue el ganador de 2003, el sudafricano J.M. Coetzee. Y es tal como puede imaginársele: silencioso, distante, taciturno, alérgico a los arribistas. Leí Desgracia –tal vez su libro más conocido y aclamado– hace tiempos y experimenté, al terminarlo, que en la raza humana se extinguía la esperanza. Por eso al enterarme de que su autor pisaría tierra colombiana sentí que la desazón que dormitaba en mi hipotálamo entraba en ebullición. (Los párrafos finales jamás se me borrarán). Si bien confirmé en esa ocasión que no puede llamarse literatura a un texto que no consigue cambiarte en algo la vida, y quedé convencida de que la calidad de Coetzee está fuera de discusión, igual –con el perdón de los críticos y de los fanáticos y de quienes sostienen que es un libro de lectura fácil– reconozco que me costó bastante lidiar con él y me felicito por haber decidido no volver a caer en la tentación de ninguno de sus títulos. Al tiempo que celebro su existencia y estancia en el país, me reafirmo en que J.M.C. no es mi autor.
En la orilla opuesta, un medio tocayo del anterior, el mauriciano J.M. Gustave Le Clézio, plasma en sus novelas, en casi todas, la contracara de las realidades literaria y vital: “Las novelas no cambian el mundo, las novelas cuentan historias, las novelas son una feliz evasión”. Y a partir de esa premisa construye narraciones de aventuras con algunos pasajes y descripciones afortunados, pero muy escasos cuestionamientos de esos que nos complican la vida, con mayor frecuencia de la que quisiéramos. Lo suyo –sin demeritarlo, que el solo hecho de escribir, publicar y tener seguidores imprime valor– es la candidez, el romanticismo, el nomadismo… Si no hubiera sido por el Nobel 2008 que le otorgaron, probablemente no estaría hoy de personaje en la Feria Internacional del Libro de Bogotá. Pero, bueno, la Academia Sueca tiene sus gustos y los libroadictos nos sentimos a gusto con su pintosa presencia. Tuve la fortuna de leer El buscador de oro, el infortunio de leer Viaje a Rodríguez y la jartera de leer El diluvio. Y concluí que, por razones diferentes, J.M. Gustave Le Clézio tampoco se instalará en mi mesa de noche.
Y para redondear esta tripleta, el portugués José Saramago, quien hace presencia en la Feria por interpuesta persona. Su esposa, traductora y presidenta de la Fundación Saramago, la periodista española Pilar del Río, con solvencia única da testimonio del hombre con quien vivió y trabajo por más de veinte años. Un ser humano a carta cabal que pensaba, actuaba, escribía, existía, de manera coherente. Las entrevistas, los poemas –incluyendo el bellísimo discurso de recepción del Premio en 1998–, los ensayos, los libros, le sobreviven para demostrarlo. De su obra oceánica he leído apenas: Ensayo sobre la ceguera, angustiosa; Todos los nombres, grandiosa; El viaje del elefante, gozosa. Suficiente para considerar a J.S. uno de los míos.
Etcétera 1: Mis opiniones sobre estos y otros escritores son subjetivas y, por supuesto, controvertibles. Como las de los demás.
Etcétera 2: Medellín experimenta un crecimiento en el culto popular por los libros. Ferias universitarias, eventos como Días del Libro, cuya VII edición acaba de terminar; la Fiesta del Libro y la Cultura que se realizará de nuevo en septiembre y que juega un papel fundamental en la siembra de niños y jóvenes lectores; la labor titánica de tantos libreros enamorados de su oficio, tantas bibliotecas… En fin. Noticias que nos dejan con los libros de punta. De puro contento.
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