Nunca voy a olvidar cuando en un restaurante cuya cocina estaba completamente a la vista de la clientela, un niño de escasos 6 años al ver el chef impecablemente vestido de blanco y con su característico gorro de cocinero, señalándolo con su índice gritaba desaforadamente a sus padres “ es el Papa, es el Papa, es el Papa… quien está cocinando”. No es del caso comentar acá la confusa asociación de gorros y colores; pero traigo esta anécdota a colación, porque la toca del chef es un accesorio que sin lugar a dudas le otorga respeto a quien la luce. No es muy usual y menos en nuestro medio que el chef salga a las mesas a tomar o llevar servicios. Se acostumbra sí, que salga a poner la cara, bien cuando se reclama por algún inconveniente o más frecuente aun, cuando los comensales desean reconocer su virtuosismo. De todas maneras, es una verdad incuestionable el que en aquellos lugares en donde el chef atiende a la clientela, esta se siente altamente halagada y agradece el detalle. Aunque se supone que el trabajo del chef está en la cocina, en casi todos los buenos restaurantes del mundo, el chef goza de una disponibilidad absoluta para sus clientes y esta disponibilidad es una estrategia que repercute positivamente en su oferta culinaria. La semana pasada fui invitada por unos amigos a almorzar y cual sería mi sorpresa cuando el lugar escogido fue Casa Molina, es decir el restaurante de mi compañero de páginas en este periódico Álvaro Molina. No es la primera vez que me deleito donde Álvaro y si bien me podría extender con lujo de detalles sobre su encantadora propuesta de cocina ecléctica, me voy a dar la pela para no escribir ni una sola línea elogiosa sobre sus maravillosos platos, pues quien desee conocer con mayor profundidad y sobre todo con absoluta claridad qué es la cocina ecléctica y cómo la hace Álvaro, solo tiene que comunicarse con su restaurante para recibir una detallada y amena información la cual recomiendo guardar como estupenda alternativa, para quienes aún no conocen y no han disfrutado de su cocina. Álvaro Molina no es un chef más. Álvaro es uno de los pocos en nuestro medio dedicado con todo a la observación de la cocina mundial; pero el asunto no termina allí, pues Álvaro además de estudioso, es un viajero permanente, un reconocido pescador profesional, un saboreado y delicioso conversador y por consiguiente un excelente anfitrión. Sentarse en Casa Molina corresponde a un disfrute no solo de los más variados sabores sino igualmente de una amena y detallada conversación alrededor de una despensa de productos que pocas personas en esta ciudad conocen con tanta pasión y regocijo: Vinagres, aceites, hierbas, especias, harinas, caramelos, técnicas de cocción, accesorios, instrumentos, nombres, orígenes y anécdotas de nunca acabar, adoban su constante atención a la mesa de sus clientes; atención que además de espontánea es ajena a dogmatismos y salpicada de buen humor. Hacía mucho tiempo no disfrutaba de una sentada a almorzar como la que tuve en Casa Molina. Fueron nueve servicios diferentes de un menú de degustación, todos de presentación y sabor impecables; sin embargo, insisto: lo que más me gustó fue su atención. |