Tal y como lo prometí en mi última columna dedicada a aquellas palabras del mundo culinario que tienden a desaparecer, hoy el tema de esta crónica estará dedicado cariñosamente a aquellos aromas que aún permanecen en nuestra memoria olfativa no solo por la subjetiva aceptación de tal o cual fragancia, sino igualmente, porque la mayoría de ellos nos remiten a lugares y circunstancias propias a nuestra cafrunesca bolsita de los recuerdos; sin embargo, tenemos que aceptar que su actual manifestación es tan esporádica que van camino al olvido.
Sin lugar a dudas, la razón de esta tendencia que comento son los cambios de hábitos en la vida actual, ya que desde mediados del siglo 20 se asume la velocidad como una cualidad de la eficiencia, incidiendo mortalmente sobre la mejor cocina -aquella que se prepara a hervores y fuego lento- y que por razones obvias está completamente en contravía del principio que apuntala todo lo anterior: “el tiempo vale oro”.
En Medellín en los años 60’s y 70’s cocina que se respetara iniciaba sus labores antes de salir el sol; nada más contundente para entender que se comenzaba un día que los aromas de la aguapanela, del café y del chocolate… hoy se hace necesario estar invitado a una finca para percibir estos olores. En vísperas del medio día, las casas tomaban olores de ollas pitadoras y sartenes y con una o dos horas de anticipación no solo se sabía qué se cocinaba en nuestra casa, sino también en las de los vecinos… desde la once y media, olores de posta, de frijoles, de tajadas maduras, de hogao con cebolla junca, de costilla frita o chicharrón invadían las cuadras del barrio. Pasada la hora del almuerzo, una calma chicha reinaba en al taller culinario, pero poco a poco y con la suavidad que camina un gato iban apareciendo sutiles olores… aquel esplendoroso y único del cernido de guayaba el cual como una sinfonía iba creciendo y creciendo y se salía de la cocina y pasaba al salón y luego al garaje y se salía hasta el parque… una cuadra abajo. Y quá tal aquellas tardes cuando el taller se arrebataba con olores de panadería arrojando fragancias de mojicones con eneldo o de panderos con anís o de coquetas galletas de mantequilla cuyo olor nos convertía en ladrones… y qué decir de aquella parva que hoy solo se ve en bolsas plásticas pero que en el horno casero correspondía a la las latas más olorosas gracias a ese queso que mezclado con harina de maíz o de yuca se convertía en aromáticos pandequesos y pandeyucas o en parientes cercanos de estos. Pero nada más sublime que el aroma recatado que se apoderaba de la cocina al final de la jornada… era ese olor neutro ni dulce ni salado… era el olor del maíz cocinado para las arepas.
No vivo de las añoranzas; acepto, reconozco y gozo con los cambios de costumbre y de pensamiento que nos da la vida. En otras palabras, admiro la modernidad y sus manifestaciones pero me queda imposible renunciar a ciertas memorias: las palabras y aromas que tienden a desaparecer.