Paladares jóvenes descubren sabores ancestrales

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Paladares jóvenes descubren sabores ancestrales 

 
     
 

La voz más ronca del grupo se dirige al paciente mesero y concluye: lo único que entendemos en esta carta es la palabra chicharrón

 
     
 

El título de esta crónica puede hacer pensar al lector que el asunto sobre el cual voy a tratar va encaminado a un tema científico cultural. No es el caso. Se trata sí, de una vivencia personal acontecida recientemente en la que sin tener intenciones de entrometerme en el asunto, por la bullaranga propia de sus protagonistas, me enteré con pelos y señales del rollo que ahora paso a relatar. La semana pasada me encontraba muy oronda en la poltrona de un nuevo restaurante de cocina criolla en los alrededores de Medellín, cuando súbitamente aparecieron por todas partes muchachos y muchachas quienes por su manera de vestir, sus accesorios y su parlache, me atrevo a ubicar en el estrato 9. En mi soponcio causado por una contundente frijolada, logré observar como en menos de un minuto ya habían juntado dos mesas y aproximadamente docena y media de taburetes. Todos hablaban al mismo tiempo, todos se reían al unísono y por lo visto, todos se entendían perfectamente… y yo no entendía absolutamente nada. Como era de esperarse, apareció el mesero del lugar a ofrecerles inicialmente servicio de bar, pero en coro la solicitud fue: ¡Queremos comida! Presto, el buen hombre trae 6 cartas y las reparte de cualquier manera… comienzan su lectura y las carcajadas aumentan sus decibeles. Alguien comenta que están leyendo en portugués, otros afirman que la arracacha es un animal de monte, palabras como palangana, parentela, recua o chocha les produce una hilaridad extrema; finalmente, la voz más ronca del grupo se dirige al paciente mesero y concluye: lo único que entendemos en esta carta es la palabra chicharrón, ¿qué nos puede recomendar? El gentilhombre les hace una descripción detallada de cada plato y de cada producto… debo reconocer que fue escuchado respetuosamente como si fuese un maestro de cibernética o de tarot… finalizada su intervención, las miradas se cruzaban y las decisiones comenzaron a brotar con entusiasmo y expectativa; el pedido general se fue consolidando y ante la variedad de la oferta, estos nuevos aventureros del sabor se arriesgaron a probar toda aquella jerigonza que minutos antes les había causado risas y más risas. Comenzó el desfile de platos… llegaron papitas de fonda caminera, luego una recua de chorizos, más tarde una parentela de empanadas, apareció la morcilla, apareció la sopa de guineo, probaron la sobrebarriga, les encantaron las papas chorreadas, se deleitaron con la torta de frijoles, se arrebataron los tamales: salieron plenos y gozosos de tan pantagruélica mecateada. No lo podían creer; todo hacía parte de una ancestral y desconocida cocina popular colombiana. Aseguraron que regresarían.
Estamos en los albores del siglo 21, nuestra juventud ya no come lo mismo de hace 25 años, mucho menos aquello de hace 50 y poco o nada de aquellas preparaciones de más de un siglo. La alimentación de las nuevas generaciones en los diferentes estratos urbanos es algo que merece una importante investigación sociológica y culinaria. Los parceros de Manrique, Aranjuez, La Toma, La Floresta y tantos otros barrios de sectores populares o clase media, aún disfrutan de aguapanela, mazamorra, frijoles y arepas, recetas que hasta hace no menos de 40 años eran pan de todos los días en cada uno de los estratos sociales de Medellín. Hoy gran parte de la nueva generación de los acomodados y de los más que acomodados, están culturizados por la oferta de comidas y cocinas extranjeras… saben más de sushi que de los 300 pescados de Colombia; saben más del jengibre y el balsámico que exige la comida thai, que de nuestros vinagres de chontaduro y borojó o de nuestra conspicua malanga de la cocina del Pacífico; saben más de las variedades de ajíes y tortillas mejicanas, que de nuestros ajíes criollos y nuestras 72 clases de arepas; en otras palabras, conocen y dominan la cocina mejicana, la italiana, la japonesa, la tailandesa y ahora están “anonadados” con la peruana, pero conocen muy poco o nada de la colombiana.
¡Ya lo dije! Todos los pelados salieron más risueños de cómo entraron y encantados con los sabores de nuestra cocina. Yo salí plena de optimismo, pues constaté que nuestra aun desconocida cocina colombiana sí tiene futuro.

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