La obsesión por lo nuevo nunca fue tan evidente.
Atrás quedó la valoración por la mesura, por lo simple y lo sencillo. Vivimos el tiempo de lo desmedido, de lo grandilocuente; pretendemos llenar el vacío interior a punta de promociones de mercado que ofrecen con frecuencia productos innecesarios para nosotros, pero que nos cautivan por su precio de oportunidad. “Cuando uno se muere nada se lleva”, dice el adagio. Si solo nos preocupamos por acumular dinero, carros, fincas, títulos, etcétera, al final nos sentiremos más vacíos y solos que nunca.
He conocido dos tipos de personas: unos, a medida que se acercan a la vejez se vuelven más avaros y materialistas, su afán es mantener su fortuna a salvo, miden y cuidan cada centavo, su único consuelo es saber que su prole continuará “cuidando” su tesoro, o, todavía peor, pierden la conciencia de que algún día morirán. Conozco casos en los que aun padeciendo una enfermedad terminal, ansían levantarse solo con el ánimo de concluir algún negocio.
Los otros, al final de sus vidas deciden hacerse más espirituales, comienzan a ser generosos, encuentran en el servicio a los demás un aliciente de felicidad y plenitud, e incluso algunos crean instituciones y fundaciones que puedan prolongar en el tiempo ese espíritu de servicio.
En Fausto, Goethe narra la vida de un erudito que, desesperado por no ser feliz, le entrega su alma al diablo a cambio de apenas un momento sobre la Tierra que le haga exclamar: “Este momento es tan gratificante que desearía prolongarlo para siempre”.
El protagonista vive entonces una carrera vertiginosa por ser feliz, buscando esta felicidad en los placeres del mundo, el sexo, la fiesta, el desenfreno; el diablo le da dinero, poder, le concede estar con la mujer que desee, sin embargo su vacío interior y su infelicidad siguen intactos.
Solo al final de sus días, siendo un anciano, decide ayudar a otros a construir diques para recuperar tierra del mar para que así la gente pueda vivir allí; curiosamente es en ese momento cuando se da el milagro de ese instante tan anhelado. Fausto, después de ayudar a los demás, por primera vez en su vida logra decir: “Este momento es tan gratificante que desearía prolongarlo para siempre”.
Jesús nos regaló el secreto de esta verdad hace ya más de dos mil años. “Surgió además entre ellos una disputa sobre cuál de ellos debía ser considerado el más grande. Jesús les dijo: -Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen la autoridad sobre ellas se hacen llamar bienhechores. Pero vosotros, nada de eso: al contrario, el más grande entre vosotros iguálese al más joven, y el que dirige al que sirve.” (Lc 22,24)
Para nosotros los creyentes la clave de la felicidad está en el servicio desinteresado, en el amor. El único equipaje que podemos llevar al otro lado son los hermosos momentos que vivimos. Porque nuestro Dios y Padre se propone juzgarnos al final de los días con base en nuestras obras; nuestras riquezas no cuentan.
Comencemos a hacer el equipaje que podemos llevar al otro lado. Más vale empezar a empacar tarde que no llevar nada cuando el viaje nos agarre de repente.
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