/ Etcétera. Adriana Mejía
Supe que Las lavanderías de las Magdalenas habían existido y sentí un chuzo en la barriga. Supe que apenas en 1996 las habían clausurado y el chuzo se me regó por todo el cuerpo. The Magdalene Sisters (En nombre de Dios, en español), la película que nunca hubiera querido ver, no era producto de la mente calenturienta de un guionista a sueldo, sino un pálido reflejo del infierno que a lo largo de siglo y medio padecieron 30 mil mujeres en Irlanda.
Mostrar la punta del iceberg de los horrores que se ocultaban en esos diez centros de reclusión conocidos como Las lavanderías -regentados con mano de hierro por monjas católicas a quienes el agua les había desteñido la caridad cristiana-, le valió al director, Peter Mullan, el León de Oro del Festival de Venecia 2002. Por la calidad cinematográfica, sí, pero sobre todo por denunciar los sufrimientos silenciosos de tantas infortunadas. Sin que la comunidad internacional se despeinara, sin que los medios de comunicación se inmutaran, sin que el clero pronunciara palabra, sin que el Estado reaccionara. (Oh, humanidad/ humanidad pigmea, diría el poeta que tenía cara de caballo).
La semana pasada me volvió la misma sensación de que de los pies a la cabeza soy puro y adolorido estómago. El Informe McAleese reveló los resultados de la investigación que sobre las tales lavanderías había iniciado el Senado a mediados de 2011, a instancias del grupo “Supervivientes de las Magdalenas unidas”. Demoledor. Para la Iglesia, para los gobernantes, para la sociedad.
Tanto que el Primer Ministro irlandés tuvo que pedir perdón (¿auténtico?, ¿protocolario?), en nombre del gobierno, a las sobrevivientes de semejante esclavitud: niñas y jóvenes huérfanas, abandonadas, discapacitadas físicas o mentales, prostitutas, madres solteras, hijas extramatrimoniales… Penitentes obligadas a trabajos forzados y no remunerados, que muchas veces ignoraban por qué estaban allí y, siempre, cuándo iban a salir.
Pero lo que definitivamente me revuelca las tripas es la certeza de que aquí y allá y ahora, campos de concentración con piel de oveja, como los mencionados, subsisten.
No es si no leer Memoria por correspondencia, para comprobarlo. Veintitrés cartas que Emma Reyes envió a su amigo, el historiador Germán Arciniegas, entre 1969 y 1977, en las que recupera jirones de su infancia y adolescencia para coser, de manera llana y conmovedora –no lastimera–, la colcha de los años “maravillosos”: las primeras dos décadas de su vida.
Lástima que sus recuerdos terminen en la página 192, cuando terminan los quince años de encierro a los que estuvo sometida en un hospicio de Cundinamarca, hermano gemelo de Las lavanderías de las Magdalenas. El día en el que Emma, natural de Bogotá, hija de padres desconocidos y de 18 años calculados, logró traspasar “tres chapas, dos grandes candados, una cadena y dos gruesas trancas de madera” que cerraban la primera puerta que separaba a 150 niñas del mundo, la historia, que ahora conocemos gracias a la publicación de dicho epistolario, acabó en punta. Por falta de tiempo, de ganas o de memoria, la autora deja envolatado el eslabón que une al patito feo –la bizquita que no sabía leer, se pipisiaba en la cama y carecía de futuro-, con el cisne que anidó en París y triunfó en Europa con sus pinturas. ¿Cómo lo logró? He ahí el agujero negro, en todo caso no sería gracias a las Magdalenas del altiplano.
ETCÉTERA: El 6 de febrero se celebró el Día Mundial de Tolerancia Cero, contra la mutilación genital femenina. La OMS estima en 140 millones las mujeres que han sido objeto de esta práctica inhumana en el mundo. Y se ha dado de plazo una generación para exterminarla por completo. Hablemos al respecto, guardar silencio nos ubica del lado equivocado.
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