La especie humana es por naturaleza egoísta. Creemos ser la especie más evolucionada, pero en lo que concierne al instinto de supervivencia no tenemos nada que alardear frente al reino animal. Estamos enraizados en el ideal de la autoconservación del individuo, hasta tal punto que el objetivo de mucha gente se ha vuelto la longevidad.
Basta ver como reaccionamos a situaciones extraordinarias, verbigracia el actual coronavirus. Es decadente ver cómo la gente pelea por tarros de desinfectante, tapabocas, guantes de látex, el último tarro de conservas en el supermercado, todos encabritados como caballos de carrera o ciegos e inconscientes como espermatozoides alcanzando el codiciado óvulo.
Es muy probable que yo también esté siendo egocentrista, porque de verdad que no me quiero poner en los zapatos de la gente que llegué a considerar como mi familia y ahora me hacen sentir indeseado. Tengo 19 años, estudio en Erlangen (Alemania) y resido en una familia alemana. Pasaron ya dos semanas desde que volví de una corta estadía en Milán (tres días) y, a pesar de no haber desarrollado ningún síntoma hasta el día de hoy, se me ha negado volver a entrar en mi hogar, por miedo (o pánico) de haber contraído el mundialmente conocido coronavirus, por lo que he quedado a la deriva en un país que no es el mío.
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No quiero comparar mi situación con la gente que tiene que salir día a día a rebuscarse la vida, sin la certidumbre de cómo va a pasar la próxima noche. El objetivo de estas líneas, ante la llegada del coronavirus a Colombia, es más bien el de generar conciencia para afrontar este problema como una comunidad y no como individuos aislados.
También me gustaría recordar, que la sociedad contemporánea en la que vivimos afronta epidemias mucho más graves, como el hambre y la pobreza, que diariamente acaba en ámbitos globales con la vida de unos 8.500 niños (el coronavirus ha ocasionado hasta el día de hoy menos de 5.000 decesos).
Por Lorenzo Cavenaghi