Mi prehistoria, como la de muchos, está llena de esos durmientes sin techo propio. Recuerdo que en la casa (¿debería decir solariega?) de mi abuelo, en Bello, un hombre brotado de las noches de fin de semana aparecía dormido en el zaguán al despuntar el sol. No me tocó presenciar el día en que lo descubrieron por primera vez, y me imagino que hubo reclamos, sonrojo, explicaciones torpes o alguna carrera precipitada por la transversal 56B; a mí solo me tocó el tiempo en que el dormitorio ya había recibido aprobación, y en que el hombre, si era que se cruzaba con alguien al salir a la calle, sonreía pacíficamente para decir “¡Qué más!”. Con semejante antecedente, me temo que uno llega a la vida adulta sin la posibilidad de odiar, así sea del modo más inconsciente, a estos moradores de la calle.
A mí me pasa que no solo me simpatizan y conmueven los vagabundos cobijados en los andenes, sino que alguna vez, así haya sido de un modo fugaz, he envidiado su suerte: me ocurrió una noche fría y tranquila en que, desde la ventanilla de un Belén Terminal, vi cómo un hombre con gorro acomodaba tres cobijas gruesas bajo el alero amplio y protector de una ferretería cuya puerta cerrada formaba un nicho perfecto al abrigo de todos los vientos. Es difícil que se repita ese exceso de entusiasmo solidario, pero en todo caso he mantenido vivo -así se trate de un sentimiento menguado- el remordimiento de sentirme feliz mientras, acostado, escucho que llueve: no olvido que alguien, tumbado sobre un jardín y tapado con un costal, siente cómo su cama hace agua sin que nada tengan que ver los entrañables orines de la infancia.
Sin embargo, esta crónica no debería ser tan cálida, pues lo que hoy puede decirse de las siestas al aire libre solo logra afligir: algo pasa -y no se trata, ni mucho menos, de un misterio-, pues en los últimos días he visto más durmientes de lo que antes era habitual; se me ocurre pensar que hay hombres con saco raído y nariz roja, echados en el suelo, cada cinco cuadras, y todo es tan precario a su alrededor que, más que suponer sueños, lo primero que me figuro cuando los veo es que han muerto… ¡Porque se muere en la calle!
José Félix Fuenmayor, genio de nuestra cuentística, ya narró la historia de uno de estos vagabundos, muerto en una acera mientras imaginaba que su madre le freía tajaditas de plátano. Sin embargo, ya sea porque vea que las barrigas evidencian un sutil subibaja, o porque vea que la gente camina al lado de los yacentes con toda naturalidad, lo cierto es que termino desechando mis fúnebres sospechas, y con la conciencia un poco aliviada pongo los ojos en otra parte. Pero en la próxima cuadra…
Un día de la semana pasada no tuve que esperar mucho tiempo ni esforzar los ojos en busca de pruebas para descartar la muerte de un muchacho que apenas dormía. Cuatro ogros, de esos que deambulan de aquí para allá espantando vendedores y mendigos en nombre de la municipalidad, lo rodearon aparatosamente, y uno de ellos le propinó cuatro patadas suaves en la espalda para despertarlo. Eran las siete de la mañana. El muchacho apenas lo miró, seguro de estar aún en medio de una pesadilla.