Quienes administran el debe y el haber de este periódico me telefonearon hace algunos días para decirme que, si quería seguir considerándome un columnista a sueldo, debía tramitar aquel registro tributario conocido como RUT. Pregunté qué debía hacer y se me dijo: “Vaya a La Alpujarra y listo”. Envalentonado por la reciente y feliz tramitación de mi certificado del DAS, me levanté despejado uno de estos últimos miércoles y, pensando en desviarme apenas unos metros y minutos de la rutina que debía llevarme a la consabida Universidad de Antioquia, me acerqué a la DIAN. Entonces comprendí que aquel “y listo” no podía ser algo distinto a una involuntaria pero macabra ironía.
A las 7:00 de la mañana, la fila de parroquianos en pos del tal registro alcanza ya proporciones que, hay que decirlo con toda sinceridad, solo provocan el llanto. Luego, ese deseo lacrimoso se ve suplantado por una rabia impía contra la estupidez de tanto madrugador, y posteriormente toda la zozobra parece ahogarse en la cobarde pero lúcida ocurrencia de que lo mejor será regresar otro día. En esas estaba yo, a punto de dar media vuelta, cuando se allegó un hombrecito de 14 años, bien alimentado y muy pagado de sí mismo, quien, exhibiendo la codicia más cortés, me ofreció un puesto adelante por solo quince mil pesos. Yo, curtido por dos décadas de filas y revendedores de estadio, me mostré escéptico, a tal punto que el truhán se vio obligado a hacer más tentadora su oferta y me pidió solo diez mil pesos. Entonces me invadió un inoportuno arrechucho ético y, encontrando la fuerza que necesitaba para no devolverme, desestimé la oferta para decirme a mí mismo lo que de sí dijo alguno de nuestros presidentes: “Aquí estoy y aquí me quedo”.
La única ventaja que ofrece la endemoniada fila es la oportunidad de reparar en el mosaico pintoresco de tipos humanos que la constituye. Sin embargo, son aquellos vendepuestos -más tiempo mariposeantes que sometidos a la escuadra- los personajes más llamativos. Tienen la juventud desconcertante que les permite apostarse desde las diez de la noche de la jornada anterior en el lugar de los hechos, y por eso no pierden su buen humor de ningún modo; en medio de sus negocios coquetean con sus colegas del sexo opuesto, fuman, mecatean y se cuentan con todos los colores la última aventura desvergonzada en que cada uno de ellos ha participado, y como semejante actividad les obliga a estar abandonando una y otra vez los puestos que maduran para otros -además de que su oficio les obliga a visitar con regularidad las postrimerías de la fila, buscando el modo de tentar a los infelices que han menospreciado la diligencia llegando a cualquier hora-, una y otra vez, con la desfachatez más almibarada, piden al circunspecto y buen ciudadano que tienen a sus espaldas que les cuide el puesto: “Yo ya vuelvo patrón”. Pequeños bergantes, alardean de su oficio contando una y otra vez los billetes que les ha producido su comercio de aire libre -porque es solo un poco más que eso-, y con insistencia de peritos suben el volumen de la voz para llamar “trabajo” a su desempeño surrealista, sin advertir que no hay un sitio en el que más neciamente pudieran ponerse en evidencia: a las puertas mismas de una DIAN ávida de gravar el más mínimo lucro de cualquier hijo de vecino.
En medio de esa fauna de lazarillos oportunistas, el tramitador de oficio es algo así como el tuerto que gobierna a los ciegos. A este hombre, bien peinado y digno entre los anteojos, la camisa a cuadros y el pantalón gris que lleva invariablemente, los vendepuestos le rinden toda la pleitesía posible, saludándolo con unción y cediéndole sus puestos a precio de baratillo. Pero ocurre que el hombre es realmente admirable: nunca le falta un papel -ni siquiera el periódico del día, con el que se entretiene cuando no está en meliflua conversación con alguna mucama encantadora-, y tiene el tino cronológico de reclamar su ficho, desaparecer y, luego de cinco horas en que los demás se han desgastado, llegar a la sala de espera solo un minuto antes de ser llamado. A las dos de la tarde ya ha ganado ochenta mil pesos, libres, sin que pueda tenerse el menor rastro de ellos en ninguna declaración o factura.
Mientras tanto usted, con el afrentoso turno 523, llega por fin ante un funcionario que, no encontrando en el libro de códigos el que corresponde al ostentoso y dignísimo oficio de escribir columnas, lo registra en el formulario como mejor le parece. Así, ahora resulta que usted se dedica a lo que no se dedica, y muy posiblemente deberá, otro día de estos, volver a hacer la fila para rectificarlo.