Tras su máscara a tono con los escenarios tan de moda en el cementerio, mi comentarista me hace saber que en aquella columna echo mano de precarios recursos como la envidia, los chismes, mi torpeza etnográfica, mi condición de “pobre profesor” que no sabe adivinar la “buena argumentación” de sus opositores y el “miedo venenoso” ante el “buen desempeño” de los demás. Dejo a los lectores la libertad de pensar lo que quieran a propósito de lo muy pagado de sí mismo que parece estar el autor del anónimo (aunque es lamentable que esa jactancia no le haya alcanzado para firmar su mensaje), y me ocupo solo de lo que atañe a mi persona.
De verdad, lo que más me irrita es esa intención de juzgarme en mi rendimiento profesional. Pero no ocurre que el acicate de mi rabia sea, digamos, una torpe vanidad ante mi trabajo como profesor de antropología, el cual, como el de cualquiera, se desarrolla sobre el constante riesgo de no ser el adecuado. Lo que no tiene claro mi contradictor ¡a qué estúpida búsqueda de sinónimos me ha obligado ese nombre omitido! son los límites de una actividad que, hasta donde yo sabía, no llegaba tan nítidamente hasta las teclas de mi computador casero. Yo no abomino de mi trabajo y no ahorro honradez cada que lo echo a rodar, pero no pretendo que él sea mi mejor parte, y mucho menos creo que por él deba yo vestir un hábito que, en el día a día de mi casa, prime por encima de mis gustos y caprichos como padre, lector, hincha del Medellín, vecino del barrio Belén o, en fin, columnista. Se me antoja de Perogrullo una aclaración, pero a ella me obliga la ligereza de mi lector: cuando se escribe una columna solo basta ser columnista incluso diría que es obligatorio no ser otra cosa, lo que casi siempre significa ser uno mismo, a salvo de la letra chica de los contratos, las misiones de las empresas e instituciones, las recomendaciones científicas para obtener datos etnográficos en terreno y los principios cívicos aprobados a puerta cerrada y quién sabe por quién. Pero mi confutador habría juzgado a José Manuel Marroquín como un mal escritor solo por haber perdido, durante su presidencia, a Panamá.
El autor del libelo se duele del veneno que dice sentir en la columna de marras, y me parece que en esto no tengo mucha defensa: es verdad que dedico mucho tiempo y más renglones de lo necesario en expresiones irónicas y ponzoñosas que algunas veces resultan gratuitas y descomedidas. Sin embargo, lo tomo como un cumplido, pues deliberadamente busco ese efecto: la opinión sobre los gestos sociales no ha de ser tibia si lo que quiere es quedarse bailando en las cabezas de quienes la leen o escuchan. En ello han sido maestros el argentino Roberto Arlt y, mucho antes que él, el español Mariano José de Larra, y de ahí que la acusación de mediocridad que me parece más aceptable, de cara a mis columnas, es la de no parecerme lo suficiente a tan reputados profesores del oficio.
Forzado a confesar mis fuentes como autor de opinión diré que, antes que las páginas de la antropología o la pedagogía no se olvide que hasta ahí las busca mi contendiente, me inspiran las de la literatura. Y allí, me parece, está la clave de todo: en las novelas, los cementerios han acumulado el moho justo de la soledad y son sitios deliciosamente lúgubres y razonablemente siniestros, y yo no puedo hacer otra cosa que plegarme devota y recogidamente a esa estampa ideal. Pero aun un compromiso como el que puede inspirar esa tristeza sin aspavientos o la desesperanza más feroz basta para escribir columnas; lo que después de eso queda faltando es poco o mucho, según se mire: no tener temor de poner el propio nombre en la lápida de la palabra empeñada.