¿Creerá usted, lector, como creí yo entonces, que semejante moralismo de guiñol era solo manifestación de una arcaica edad social que, sin posibilidad alguna de salvación, iba a perecer junto con el siglo XX? Pues nos equivocamos ambos: aún hoy triunfan ciertas ideas a propósito del buen y mal comportamiento, de lo correcto y lo censurable en términos civiles que, permítaseme decirlo, son de una espantosa mojiganga -o de una pútrida ingenuidad- que no deja ver ninguna utilidad. Ciego como soy, no vi los síntomas de nuestro frustrante presente cuando, a sólo tres años y medio de acabarse el siglo, una infatuada caja de compensación de esta ciudad me retuvo el certificado de asistencia a un evento académico -cuya inscripción yo había pagado en dinero contante y sonante- hasta que no hiciera un curso de relaciones personales. Maleducado como soy, me resigné a no tener aquel diploma (y que se reconozca mi valentía: ¡despreciar un papel de esa laya en esta Colombia, reino de los certificados!).
Para hacer más insoportable el dolor de estómago basta comentar solo un par de casos de nuestra beata actualidad. El primero es el de mi cuñada, separada de su esposo y que, presionada por la rígida moral de una convocatoria de empleo en un hospital local (cuyo nombre no es el de un santo y cuyos dueños no llevan sotana) tuvo que documentar que vivía con él bajo el sólido techo del cristiano amor marital. Parecido fue el caso del hermano de esta inocente mentirosa, quien, por no incurrir en el perjurio de decir que vivía con la mamá de su niña, hizo que esta dulce criatura se quedara sin cupo en el colegio. Todos estos policías de la moralidad casera, supongo yo, creen del modo más puntilloso en las bondades de la familia tradicional, sin que importe mucho que el padre sea un monstruo alcohólico o la madre una perdida demente, y están convencidos de que aquellos padres sensatos, que por el bien de sus hijos han hecho acuerdos separatistas antes que estúpidas representaciones teatrales de hogar cálido, merecen ser apedreados públicamente.
Y que no se crea que respiro solo el personalísimo despecho que me provocan los accidentes de mi familia política. El lector que almuerza frente a su televisor ya pudo enterarse, en los noticieros, de la increíble y triste historia de un niño costeño que fue expulsado de su escuela por llevar los pelos como el heroico “Pibe” Valderrama. Me imagino que el rector, exponente del más perfecto y decente corte de cabello, odiará a quienes llevan patillas largas como Bolívar, pelo al rape como Juan Pablo Montoya o mechones de colores como los cantantes por quienes, en gran parte, Colombia se conoce afuera. Y sé muy bien que ese establecimiento no es el único en que domina semejante catecismo estilístico. Definitivamente, aquella consigna del libre desarrollo de la personalidad no es más que letra muerta; no es más que el pretexto esgrimido por los profesores incapaces de preparar una clase que, por cautivadora, evite que algunos alumnos deban buscar consuelos autistas.
¡Qué fácil se olvida cuál es la cara y el olor que en este país lleva la gente realmente malvada!