Salvo las empanadas -vendidas desde Riohacha hasta Leticia- quizá no haya un bocado que rivalice con el buñuelo, y posiblemente en el caso de Medellín sea forzoso declarar tablas, pues, ¿no han celebrado una alianza comercial ese par de delicadezas? Donde se friten buñuelos usted podrá, confiadamente, pedir empanadas, y si bien no siempre ocurre lo contrario -ese grasoso auge de las monstruosas empanadas de carne ha trastocado los equilibrios tradicionales-, podrá preguntarse en todo caso, a modo de compensación, si alguien ha visto una tienda de frutos de sartén llamada “Mi empanada No. 8” o algo por el estilo. Esa gracia heráldica solo ha correspondido al buñuelo, rey de los tentempiés en medio de su pasmosa sencillez, pues él, que se factura sin aliños y sin rellenos, luego puede ser comido sin necesidad de que se adicionen encurtidos ni salsas. Si de verdad algo genuino de Antioquia ha quedado en el buñuelo, ello es esa austeridad beneficiosa que el escritor de Amagá Emiro Kastos promulgara en el siglo XIX a través de su inmortal Compadre Facundo, el más avaro de los hacendados de la literatura.
La actual temporada navideña es el momento en que el buñuelo mejor deja ver su importancia superlativa; y digo esto no solo porque su eterno rival la empanada sea relativamente relegada mientras duran las fiestas del pesebre sino porque, al lado de las otras viandas decembrinas, el buñuelo tampoco cede su trono. Y es que, en últimas, ¿qué puede hacer una melcochuda natilla frente a esa bola de masa que ha venido rodando durante todo el año hasta alcanzar un impulso incontenible? Porque, repare el lector en esto: entre todo aquello que se come en diciembre -buñuelos, hojuelas, natilla, manjar blanco-, el huevo rojo es el único que sobrevive a la época, y por más que se coma durante todo el año no llega vulgarizado a los festejos del último mes. Aún el más hastiado de buñuelos -si es que existe esa persona- aceptaría que diciembre sin buñuelo no es diciembre (aunque, la verdad sea dicha, ¿enero sin buñuelo es enero? ¿y marzo?…).
Imagino que, por estos días, entre los vecinos de esta ciudad se verifica ese tradicional intercambio de platos de natilla con buñuelos con los que se quiere, cada año, ratificar viejas amistades o borrar rencores de otros días. Sin duda, el motivo de semejante gesto es digno de aplauso, pero también habrá que aceptar que el resultado es nefasto: la nevera de cada casa se ve atiborrada de platos de natillas ajenas, anónimas y frías, contaminadas por la sospecha de quién sabe qué mano fue las que las hizo. La dueña de casa, por más entereza que tenga, no podrá ella sola evacuar tanto postre, mientras que el marido y los hijos ya han dicho, rotundamente, que solo comerán de la natilla hecha en casa. Pero también, y a medida que van llegando los platos enviados por doña Lucía, doña Rosmira o doña Mercedes, esos hombres de casa, desdeñosos, han declarado, estirando ya las manos, que solo piensan probar los buñuelitos. Porque ellos, que nunca están de sobra, son en definitiva nuestros huevos de Pascua.