En “Dos años de vacaciones” -posiblemente la novela de Julio Verne con título más perturbador-, un puñado de colegiales perdidos en una isla chilena se topan, de buenas a primeras, con un hipopótamo: “En medio del lodo del marjal, a unos cien pasos de distancia, revolcábase un enorme animal que el joven cazador reconoció al instante. Era un hipopótamo, gordo y rosado”. La primera vez que leí esas líneas reputé de absurdo el episodio, y lo tomé como la prueba incontrovertible de que Verne, como indican sus biógrafos, escribió aventuras escenificadas en lugares que nunca conoció, armado con una enciclopedia que alguna vez tenía que fallar; porque -como se nos dijo en la tierna infancia- esas magníficas moles que son los hipopótamos solo se encuentra en África. Sin embargo, los tiempos que corren han dejado comprobar cambios inesperados en las posibilidades y rutinas de la naturaleza, y no solo ha ocurrido que el clima enloquezcahasta hacer de enero un mes pasado por agua, sino que las fronteras de la vida animal se han deshecho como las de tantos países del oriente de Europa. Así, no debe sorprender que 18 hipopótamos vivan ahora, a sus anchas, en los ríos tibios vecinos al Magdalena, cerca de lo que antes fue la profana hacienda Nápoles. Lo que fue apenas una pareja de animales foráneos, importada al país como un frasco de refinado perfume o como un potente y exclusivo automóvil gracias al poder ilimitado de un Al Capone criollo, hoy es una respetable colonia. Es sumamente notable que los dos inmigrantes de hace veinte años hayan logrado constituir una familia saludable, contra todas las previsiones de los biólogos ortodoxos y para felicidad de los colegiales lugareños. Pero no se crea que la obesa manada ha gozado de la completa aceptación del “Homo sapiens”: más de uno -adultos todos, sin duda- comienzan a verlos ya por el rabillo del ojo. Se habla de costumbres incontroladas, voracidad insaciable, peligros indefinidos y no sé qué otras acusaciones. Con apasionada mala intención -y sin reparar en que la gestación de estos gigantes no es, propiamente, tan frenética como la de las ratas- hay quien habla de “plaga”, y los amigos de las decisiones radicales -valga la pena el eufemismo- ya andan pensando en inyecciones letales y otras barbaridades; me imagino que en cuestión de días el asunto será de Estado, y se tocarán los complejos resortes de la identidad y el orden público. Parece una broma, pero aun el mundo animal debe soportar los odios mezquinos que son característicos de los humanos, quienes, obsesionados con los alambres de púas con que han cercado sus países, ven al diablo en la oscura piel de otro, en sus cejas y barba tupida o en su gusto por las bebidas fermentadas. Me pregunto si las garzas y babillas del Magdalena albergan para sus vecinos afrocolombianos una desconfianza semejante. El ser humano es desconcertante por su hipocresía. Hace muchas décadas, cuando las montañas andinas abundaban en osos de anteojos y pumas, estos eran blancos cotidianos de cazadores y pastores vengativos, y las cabezas peludas se apreciaban notablemente como adornos colgantes en salas y comedores. Más adelante, cuando estos hijos de los bosques se vieron considerablemente diezmados, los dolientes colombianos decidieron cuidarlos y dibujarlos en afiches melancólicos. Hoy se quiere ultimar a los hipopótamos -los testimonios de los partidarios de la eutanasia, difundidos en las horas “pico” de los noticieros, no son otra cosa que una disimulada autorización para las cacerías más extravagantes-, pero supongo que, cuando solo queden en pie dos o tres, todas las palabras, dineros y recursos empleados en desprestigiar a los “caballos de río” se convertirán, como por encanto, en las magias de la salvación. Sin embargo, mientras llega ese día llega -y corrigiendo a Thomas Hobbes- el hombre es lobo del hipopótamo. [email protected] |