Por fortuna la realidad no es tan trágica como, a veces, se permite serlo la literatura. Si a Efe Gómez se le hubiera pedido algún vaticinio sobre la suerte de los cuatro mineros atrapados en aquel socavón de Remedios, muy posiblemente se habría inspirado en la negra suerte de un personaje suyo, Manuel, quien en “La tragedia del minero” acaba sus días atrapado en un organal. Eso sí, la entereza de Manuel es mayúscula, de acuerdo con las últimas palabras que dirige a quienes lo escuchan al otro lado de las piedras derrumbadas: “ya yo estoy resignao a mi suerte. Lo único que siento es no conocer el hijo que me va a nacer, o que me habrá nacido ya. ¡Pobrecitos güérfanos!”. Pero el destino puede ser más nefasto tratándose de esos hijos de mineros, como lo sugiere un cuento del siglo 19, “La compuerta número doce” del chileno Baldomero Lillo: un niño es obligado a trabajar en la mina, amarrado con una cadena, en reemplazo de otro que ha muerto aplastado; el padre, fingiendo compostura, así se justifica: “cumplió ya los ochos años y debe ganarse el pan que come, y, como hijo de minero, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina”. No sé qué tengan pensado para sus hijos los cuatro mineros que protagonizaron las emisiones noticiosas del último puente, pero al menos es un alivio saber que el desenlace de su aventura no tuvo la fatalidad del que imaginó el cuentista de Fredonia. Y aunque es sobrecogedor el testimonio de esos corajudos topos, obligados a beber su propia orina para no deshidratarse, el asunto pudo haber sido realmente macabro de intervenir la imaginación de Ernesto Sábato, quien en “Sobre héroes y tumbas” describe así las ocurrencias de quienes, atrapados en un ascensor, se ven obligados a consumir algo más que sus propias excrecencias: “La sed puede apagarse con orines, que se recogerán en la mano para luego tomarlos, como también está comprobado. Pero ¿y el hambre? También está comprobado que nadie come sus propios miembros, si está cerca de otro ser humano […] En fin, es probable, qué digo: es seguro, que al cabo de cuatro días, quizá menos, de encierro hediondo y salvaje, con rencores mutuos y crecientes, el más fuerte come al más débil”. Nada tan ajeno al accidente minero de Remedios como esas siniestras escenas de papel. Las imágenes a través de las cuales se difundió el episodio del nordeste antioqueño dejaron ver muy otra cosa: conversaciones entre mineros enérgicos que planeaban el rescate sin lágrimas, ollas gigantescas en que se preparaban sancochos de batallón, un hombre tasajeando la pierna de una res como si se tratara de la carne comunitaria del cordero bíblico, semblantes optimistas, y, por supuesto, los atronadores aplausos de la solidaridad al paso de la procesión triunfal de las camillas que llevaban a los cuatro resucitados. Ese jolgorio estoico me hace recordar, inevitablemente, un suceso de hace más o menos un cuarto de siglo: cuando se fue a un hueco un tal “Nicolasito” -aunque muchos aseguran que éste jamás existió y que tras la historia buscaba ocultarse un plan narcotraficante-, pues también entonces una solidaridad alegre rodeó el hecho, sin importar que, al final, no pudiera rescatarse con vida al desventurado niño. Tomás Carrasquilla, nuestro único clásico, ha pincelado inmejorablemente el cuadro entre conmovedor y alegre de ciertas tragedias. En “Mineros”, el negrito más vivaracho del barracón casi muere por un descuido de los peones, pero ello no impide que alrededor humee el caldo con arepa migada, el aguardiente y la guitarra. Inevitablemente habrá que concluir que, por la sazón que ponen en la vida gris del día a día, ciertos amagos de la muerte se convierten, a la postre, en aquellos males que solo vienen por bien y de los que con tanta convicción habla el refrán. [email protected] |