Por: Juan Carlos Orrego
Para mortificación de nuestra alma romántica, lo que en el Valle del Aburrá llamamos “parque” mucho se aleja de lo que la Real Academia de la Lengua ha destinado para el vocablo en sus primeras acepciones. El memorioso libro habla de terrenos con prados, arbolados y jardines en que se llevan a cabo actividades como el simple recreo o la cacería, y que algunas veces suelen extenderse a los pies de un palacio. La verdad es que poco de eso hay en los últimos proyectos citadinos concebidos bajo el pomposo nombre, atendiendo al hecho de que, aceptando la obvia omisión de castillos y jabalíes, se observa con desaliento que incluso los árboles han sido eliminados. La primera imagen que se forma en nuestras cabezas al llamado de la voz “parque” es, cómo no, la de un puñado de jubilados dando de comer a un batallón de palomas sobre un planchón de 50 x 50 metros, y bajo la sombra de un par de árboles centenarios a punto de irse a pique. Habrá que admitir que en ese estrujado oasis algo queda de nuestra melancólica definición, pero tampoco podrá negarse la mucha proximidad del sitio con la cuarta acepción del diccionario, plebeya a más no poder: “Paraje destinado en las ciudades para estacionar transitoriamente automóviles y otros vehículos”. En vista de que difícilmente podría esconderse un león entre aquel follaje -según imaginó Adolfo Bioy Casares en un cuento sobre un parque bonaerense-, algunos habitantes de nuestro valle -en buena parte oriundos de otras comarcas- prefieren llamar “plaza” a tan modesto cercado, dando en el blanco de las páginas enciclopédicas, donde se destina para dicha palabra un significado incontrovertible: “Lugar ancho y espacioso dentro de un poblado al que suelen afluir varias calles”. Sin embargo, estos jardincillos de iglesia han sido desplazados en importancia por los largos parques del siglo 21, los cuales, a pesar de su pretendida majestad, son apenas las ruinas de un concepto entrañable. Los árboles aparecen con avaricia, amordazados entre macetas neuróticas, y a tal punto que, en el pretencioso “Parque de los Deseos”, el único deseo que puede albergar su visitante es el de una frondosa sombra sobre su cabeza. En estos parques apenas se ofrece un Sahara de baldosines monótonos que acaso agrade a los jugadores de disco volador o, durante media hora, a los niños liberados de la cárcel hogareña. Pero en dichos lugares no es posible esconder un amorío ni tumbarse a leer bajo el cobijo cómplice de ningún bosquecillo, pues la lógica de su diseñador ha querido que todos los paseantes deban vigilarse entre sí o tengan que refugiarse en una cafetería para gozar de refresco. Poco queda del único bosque público que tuvo Medellín: una esquina solitaria que una aparatosa escultura, a modo de lápida barroca, conmemora como el “Parque de la Independencia”, y dos arboledas con sendos lagos protegidas por una registradora y las muchas rejas que el pavor citadino pide a gritos. Uno de esos lugares, el Jardín Botánico, ha renunciado a llamarse parque y se perfila como un exclusivo centro de negocios y espectáculos; el otro, el Parque Norte, superpone una fastuosa ciudad de hierro a las galas naturales, además de que relativiza el fresco sustantivo de “parque” con el grave nombre de un político cuyo deceso se relaciona oscuramente con un accidente aéreo (¡vaya una bendición para tanto niño confiado a los juguetes mecánicos!). Entre la planificación vanguardista y el oportunismo de los criminales de matorral se nos pierde la oportunidad de ser felices en los parques. Mientras tanto, crece en popularidad la acepción más siniestra del diccionario: la de “parque” como “Sitio donde se colocan las municiones de guerra en los campamentos”. |
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