Por: Juan Carlos Orrego | ||
El suroeste antioqueño conserva, en virtud de sus gracias naturales, una convincente apariencia de región uniforme: el vigor especial de sus verdes, los atrevidos perfiles montañosos, las despejadas laderas en que —si no fuera por el clima— uno creería ver ovejas y los plumones de enormes guaduas a la orilla de los ríos están aquí y allá para descanso del espíritu. Sin embargo, los pueblos de este rincón del departamento parecen llevar una vida satelital que los ha hecho tan diversos como a los famosos pinzones de Darwin.
Jardín, que debe su nombre al edén de guayacanes y árboles floridos con que se toparon sus colonizadores hace siglo y medio, es ahora un pueblo callado en cuyos balcones podrían colgarse más canastos de flores. Acabada su fama de meca turística de ricachones y arribistas, le sobrevive una tranquilidad provinciana del agrado de hippies y profesores en vacaciones. Allí, sin embargo, el alma pueblerina ha tolerado con paciencia los embates de la sensualidad mundana y moderna, de modo que los frutos cosechados durante los días en que fue Hollywood —un hotel despampanante gobernado por la soberbia de Comfenalco, un teleférico tan flamante como nuestro Metrocable— se ofrecen al margen, sin interrumpir las escuadras silenciosas de los viejos barrios, antioqueñísimos con sus zócalos de colores cálidos y sus puertas de madera. Caminando por cualquiera de sus calles, tiene uno la sana sospecha de que, bajo la fronda que emerge tras los muros de los patios, duerme con dulzura algún marrano o mil gallinas buscan lo que no se les ha perdido. Andes es, mientras tanto, Babel. Corazón comercial y cafetero de la región, su día a día es tan bulloso y movido como la jornada en un panal de abejas. Mil estilos arquitectónicos lo cruzan, pareciendo dicha versatilidad un efecto de la irregularidad del laberinto montañoso en que fue construido el pueblo o de la actividad frenética de lugareños y visitantes. Allá un conjunto de edificios suntuosos parece una lujosa cuadra de El Poblado, mientras que a pocos metros, contra una quebrada, se arrincona un hatajo de casitas modestas similares a las que aquí beben en el río Medellín. Como si fuera una gigantesca Guarne del suroeste, Andes es un concierto de segundos y terceros pisos sin revocar, coronado con antenas parabólicas: así se materializa la pujanza. Bancos, sanandresitos, semáforos y camionetas de lujo ponen una nota de ciudad, mientras que el montañero orgullo de quienes nacieron allí y la destartalada chiva que parte solo dos veces al día para Bolívar se esfuerzan por recordarnos que aún sobrevive el espíritu rural. Pueblo de contrastes, Andes podría albergar sin problemas a Dios y el Diablo. Un tanto apartada de estos dos enclaves, bañada por otras aguas, Bolívar descansa bajo sus ceibas y palmeras con tranquilidad petulante (arrogancia que sus habitantes han llevado al extremo de no aceptar el tratamiento de “pueblo” y exigir, retadores, el de “ciudad”). Y la verdad es que este municipio tiene razones para ensoberbecerse: pareciera que allí se reunieran en su mejor expresión las dos cualidades de Jardín y Andes, esto es, el orden y la prosperidad económica. Tejido con prudencia y con la misma lana, el largo pueblo se extiende sin sobresaltos agresivos entre el hospital estatal —que más parece condominio residencial— y un convento cuyas disciplinadas monjas fermentan un moscatel purísimo, arropándose bajo tal capa fábricas, zona rosa y muladar de suicidas. En su corazón de ciudad, el lujo destella sin traicionar la sobriedad de lo antiguo, y es seguro que en el empedrado de las calles y la firmeza de sus palmeras republicanas —que por su magnificencia podrían labrarse en monedas, al otro lado de la efigie del Libertador— está la esencia de tanta disciplina. Apenas se sale de madre el viento que refresca sus tardes. |
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