Por: Juan Carlos Orrego | ||
Es una verdad de a puño que, conforme pasan las generaciones, las costumbres lingüísticas viven procesos parecidos a los que se verifican sobre la piel del camaleón. Y aunque la tendencia general es hacia la persistencia de los modos de hablar, ello no estorba para que en el fresco de los detalles –una palabra, un giro, un tono– cada día traiga su modificación. Bastará recordar el trillado dicho de la piedra perforada por el agua para entender de qué se trata. Cuando yo no tenía todavía diez años, mi madre adornaba sus comentarios sobre la voracidad de mi hermano con el dicho de que el muchacho parecía “salido del tramojo”. Ante la forzosa pregunta sobre qué diablos era o dónde quedaba dicho sitio, la jefa de casa confesaba sus dudas al respecto y decía tener la impresión de que el lugar aquel era una cárcel (es decir, un Tramojo y no un tramojo). Quién sabe de qué confín de la historia municipal o regional vendría aquel eco rancio, condenado sin embargo a la desaparición en una sociedad que, recordando solo confusamente la cárcel de La Ladera, ha preferido comparar todas las exageraciones y horrores con lo que ocurre en el infierno de Bellavista. Otras palabras, aparentemente menos extravagantes, fueron para mí muy comunes hasta que las puse a prueba fuera de la cocina de casa. Así ocurrió con la voz “ñurido”, aplicada en nuestro hogar para describir las frutas y hortalizas poco frescas y magras hasta la lástima, y que, en general, pueden ser enarboladas por quien las recibe como palmaria prueba de la injusticia con que se le trata. Algún día, sin embargo, al calificar de ñurido un mango que me fue regalado en un solar vecino, mis oyentes me miraron con especial curiosidad: la misma que provoca entre nosotros un desenfrenado revueltero español o un taiwanés que apenas balbucea el castellano. Pero vamos al punto que más interesa: el principio del fin de una de las más comunes palabras de nuestro vocabulario. Me refiero a la popularísima, utilísima y simpática palabra “mico”. No hace mucho sorprendí a un niño de mi familia relatando la historia de unos “monitos” que había visto no sé dónde, y hará cosa de un par de días oí en la calle, al acaso, a una niña que comparaba a su inquieto hermano con un “mono” de circo. Quedé perplejo: por un momento me sentí en Caracas, donde a los micos se les designa del mismo modo y, a los monos, “catires”. Pero bastó con que investigara –como un Piaget improvisado– los hábitos de mis hijos para descubrir el quid del asunto: la televisión por cable ha puesto al día, entre las hogareñas rutinas, la suplantadora palabra. Si un tío mío, aguardientero testarudo, cambió “taco” por “trancón” por el solo influjo de los noticieros patrios, calcúlese el efecto de la frenética programación de las cadenas televisivas especializadas sobre la mansedumbre de nuestra infancia. Es obvio que, sin micos en la boca, nuestra cotidianidad asustadiza seguirá tal cual. Sin embargo, no deja de llamar la atención la curiosa desactualización a que se verán sometidas algunas frases hechas que hoy se revelan utilísimas: los “micos” del Congreso, por ejemplo, serán más exóticos o abominables de lo que ahora parecen. ¿Y el célebre “Puente del Mico”, Golden Gate del norte de la ciudad? Su nombre se oxidará como el de aquella remota penitenciaría del Tramojo. | ||
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