/ Gustavo Arango
Una lectora me pide que escriba sobre el nuevo premio Nobel. Me temo que voy a decepcionarla. No he leído nada de Mo Yan y no está entre mis planes la lectura de sus libros. Mo Yan puede ser una maravilla china, pero leo pocos autores contemporáneos y un premio no me parece razón suficiente para dejar esperando a los que hacían fila. Muy bueno para él, que le hayan dado ese premio. Bueno también para sus editores, quienes van a llenarse los bolsillos. Malo, quizá, para aquellos que se apresuren a comprar sus libros y luego abandonen exhaustos la lectura después de unas pocas páginas. Gustavo Ibarra Merlano, gran poeta y gran lector, decía divertido que el premio Nobel de literatura era algo así como el “Premio Literario de la Bomba Atómica”. Hacía la salvedad de que a veces se lo habían dado a buenos escritores, como su amigo, García Márquez. Gustavo fue una luz para García Márquez en la Cartagena de mitad del siglo veinte. Puso en sus manos lecturas definitivas de los griegos, del Siglo de Oro español y algunos autores católicos. Pero el cariño que sentía por su amigo Nobel no le impedía decir que ese premio, y muchos otros, suelen darse por motivos que no tienen que ver con la literatura.
Es fácil hacer una lista de grandes escritores que han vivido en los tiempos de los premios explosivos y no los recibieron. El primero que viene a la mente es Jorge Luis Borges, a quien mantuvieron torturado los últimos años de su vida con la inminencia de un anuncio que nunca llegó. Basta citar nombres incuestionables en la literatura del siglo veinte –Joyce, Proust, Virginia Woolf– para notar lo fuera del tiesto que estaban apuntando los de la Academia Sueca. No tenemos que irnos lejos para señalar sus desaciertos. El primer premio Nobel de lengua castellana fue para don José de Echegaray, un distinguido e influyente matemático a quien hoy en día no lo leen ni sus tataranietos. Todo premio de monto o distinción suele estar rodeado de intereses, presiones y diligentes estrategias de mercado. Eso ha de tenerlo claro quien decida, a estas alturas, hacer literatura. Si quiere ser reconocido, tendrá que gastar más energía en relaciones públicas que escribiendo sus libros. No hay que hacerse ilusiones. El circo de los medios seguirá inflando fatuidades, mientras la literatura seguirá prosperando en otros lados.
Fue también a Gustavo Ibarra Merlano a quien le oí la expresión “abismos de esplendor”. Así llamaba él a las obras y autores que la vulgaridad de la fama no llega a tocar. Fue en una conversación que tuvimos hace quince años (Gustavo murió a finales del 2001 y sigue siendo poco leído). Aquella vez me hizo pensar en los autores de los que quizá jamás tendremos noticias, me ayudó a apreciar la magnitud de lo que se perdía y me enseñó a buscar la senda menos concurrida. Desde entonces he tenido muy claro por qué lado iban mis búsquedas. El camino a los abismos de esplendor suele ser difícil y desolado. Uno llega a preguntarse si no sería mejor quedarse disfrutando la tibieza del rebaño. Las señales y carteles que indican el recorrido se encuentran descuidados, son a veces ilegibles. Pero hay una dicha incomparable cuando uno por fin encuentra la majestad tranquila de aquella deslumbrante oscuridad.
Oneonta, octubre de 2012.
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