La celebración del misterio pascual está en el centro de la fe y de la vida de la Iglesia. La resurrección de Cristo no es sólo su victoria sobre el pecado y la muerte. Es la manifestación de la Trinidad: el amor infinito y omnipotente del Padre, la divinidad del Hijo, el poder vivificante del Espíritu Santo. “Cristo ha resucitado de entre los muertos, con su muerte ha vencido a la muerte, y a los que estaban muertos en los sepulcros les ha dado la vida”. La resurrección de Cristo es también nuestra resurrección. Cada hombre y cada mujer está invitado a tender sus manos para dejarse aferrar y arrastrar por Cristo fuera del sepulcro, para dejar atrás todo aquello que no nos permite avanzar en nuestro proyecto de vida, para liberarnos de vicios, amarguras, prejuicios, enojos, envidias, apegos, miedos. Es este el nuevo y universal éxodo pascual. Dios ha venido “con brazo poderoso y mano tendida” a liberar a su pueblo de la esclavitud. El cristiano no solo cree en Jesús sino que vive de su misma vida divina e inmortal, así que dejemos que el Señor Resucitado nos renueve. Que esta Pascua sea también nuestra transfiguración. Permitámonos disfrutar de este tiempo de luz. Seamos luz para otros y acojamos a los que quieren iluminar nuestra vida a través del buen consejo, la corrección oportuna, el buen ejemplo y el amor.
Es también el momento de recordar la experiencia de uno de los apóstoles más controversiales, Tomás, el que por alejarse de la comunidad apostólica pierde la primera experiencia con Jesús resucitado, y solo al regresar al seno de la Iglesia naciente logra levantarse de la oscuridad del sin sentido y la muerte para renacer con el resucitado a la vida y a la claridad de la fe. En su confesión, dice:
“Te habla Tomás, de sobrenombre “el mellizo” por parecerme tanto a mi padre. Pasé a la historia como el hombre que no creyó que el Señor había vuelto a la vida. Muchos me llaman incrédulo, y dicen bien de mi primera reacción. El asunto es que no ven lo que yo vi, no entienden la fuerza arrolladora de aquel viernes negro. Te habla Tomás, de sobrenombre “el mellizo” por parecerme tanto a mi padre. Pasé a la historia por parecerme tanto a mi padre. Pasé a la historia como el hombre que no creyó que el Señor había vuelto a la vida. Muchos me llaman incrédulo, y dicen bien de mi primera reacción. El asunto es que no ven lo que yo vi, no entienden la fuerza arrolladora de aquel viernes negro. Algunos olvidan que al principio los demás no les creyeron a las mujeres que fueron al sepulcro ¡Éramos una comunidad de incrédulos! Solo quien había visto ese cuerpo colgado en la cruz podía experimentar que resucitar, que el hecho de que ese despojo de hombre resucitara, era un perfecto imposible. Una contradicción tajante. Lo que se vio allí era un cuerpo desnudo demacrado, sangre que chorreaba sin pausa, cortes en la espalda, el cráneo y los pies; salivazos por todo el cuerpo, barro metido en las heridas profundas. En fin, nada había más parecido al infierno que ese hombre. No se podía agregar nada para que fuera más desagradable… era la encarnación… de la inmundicia y el asco. Insisto, solo los que vimos (y lloramos) esta tarde oscura en el Gólgota podemos experimentar la distancia infinita entre este espantoso espectáculo y una vida eterna, feliz, resucitada. Era imposible -y lo era realmente- que ese hombre, mi Dios y Señor, volviera a mirarme a los ojos con la ternura con que lo hacía siempre. ¡La muerte es muerte! La del Señor no fue una luz blanca al fondo de un corredor, fueron dos días de un cuerpo helado, pálido… ¡No fue una muerte a medias! Entonces, cuando a los tres días de este acontecimiento mis hermanos me dijeron que vivía, la reacción era obvia: ‘Pobres hombres, no pueden aceptar que murió y que murió para siempre con su utopía: el agua que brota hasta la vida eterna como un manantial’. Ahí lancé mi frase tan propagada: ‘Si yo no veo la marca de los clavos en sus manos y no meto mi mano en su costado, no pienso creer esta novela de amor que ustedes están escribiendo con su dolor’. Yo no quería sufrir más, quería terminar de aceptar que no volvería, que se había extinguido su vida como un cirio, que se termina y nadie puede encender nuevamente. Intenté convencerlos de que la tristeza les estaba jugando una mala pasada. No me escucharon.Durante toda esa semana seguí llorando -nunca antes ni después lloré así- la muerte de mi amigo, mientras estos otros amigos sonreían felices por aquella visita que habían alucinado. Sufrí esos días, el pecho me oprimía el corazón, respirar era jadear entre las lágrimas. Lo confieso. Pensé en el suicidio, se me cruzó por la mente. Ya no había sentido. Todo era negro, negro muerte. Hasta que un día estábamos todos juntos, yo llorando, y apareció Él, sí Él, al que yo estaba enterrando desde hacía ocho días. Dijo: ‘La paz esté con ustedes ¿¡Cómo no reconocer ese saludo?! Siempre que entrábamos en una casa durante los tres años que caminamos juntos, él saludaba así. Era su timbre de voz, era Él. Disculpen la insistencia, pero solo aquellos que lo habíamos escuchado hablar, sabíamos hasta qué punto su voz era única, suave y profunda, como una daga.Lo miré y me miró. Mi corazón latía a una velocidad incalculable. Me dijo: ‘Trae tu dedo y mira mis manos’. Sus palabras mansas se clavaban en mi corazón y me hacían doler. No había rencor en Él. Siguió: ‘Dame tu mano y métela en mi costado’. Su costado abierto. No era romántico, no era poético su aspecto, en sus costillas tenía una herida profunda de unos diez centímetros producida por la lanza del soldado romano aquel viernes. Él me invitaba a meter mis manos llenas de lágrimas de dolor por su muerte en un hueco preñado de luz del que había brotado agua y sangre, símbolos de Vida sin fin. Su última frase fue lo que quebró totalmente mis estructuras: ‘Deja de negar y cree. ¡Basta!’ Fue su grito. ‘¡Basta Tomás de tu muerte, que no es la mía! ¡Basta de tus lágrimas incrédulas! Cree en el amor que inunda la muerte y la ahoga con una potencia arrolladora. ¡Anímate a confiar en mis palabras: salta Tomás, salta ese precipicio, te estoy esperando de este lado. Te has abrazado a mi cuerpo frío, pero resulta que hay sangre eterna corriendo por mis venas. ¡Salta el vacío, que mis manos llagadas te esperan! ¡No te me caerás de las manos, te lo aseguro, te llevaré en brazos si confías! Le respondí lo único que podía responderle. ‘Mi Señor, mi Dios’. ‘Crees -me dijo- porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!’ Por eso les escribo hermanos. Porque hablo con la autoridad que da el haber sido el primer infiel a gran escala. ¡Crean! ¡Crean en el viernes del horror sin par! ¡Crean en el Domingo de la Belleza luminosa! ¡El domingo en que la muerte quedó bajo tierra! ¡Ya nada, NADA puede contra mi Señor y mi Dios! ¡La muerte ha sido vencida! ¿Alguna vez entenderá nuestro corazón lo que significa que el Señor ha vuelto a la Vida? Yo no quise creer, era demasiada Luz. Pero vi, vi y no pude contener mi llanto… estaba vivo mi amigo… y mi amigo era Dios’”.
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