/ Etcétera. Adriana Mejía
Me encontré con la palabra “reputación”, casi desconocida para los de mi generación y las posteriores. Como no sea en clásicos de la literatura, novelas de caballería, películas viejas, historias de los abuelos y uno que otro culebrón, la tal reputación ya no se usa. Ni como vocablo, ni como concepto.
Fue en un texto de Umberto Eco publicado en El Espectador, en el que recuerda aquellos tiempos en los que las sociedades se dividían entre las personas de buena y de mala reputación. Hasta el punto de que cualquier deshonra -bancarrotas, infidelidades, amores prohibidos, virginidades perdidas, etcétera– se constituía en motivo suficiente para que el implicado cayera en desgracia y se viera obligado a volarse o a retar a duelo o a cometer un crimen pasional o a suicidarse.
Obvio que no pretende Eco recuperar ese sentido fatalista y atrabiliario de la honra, sino recordarlo para dejar al descubierto el extremo opuesto que rige los comportamientos sociales hoy día: la búsqueda compulsiva de reconocimiento. No en el sentido de estima, sino en el más banal de que lo señalen a uno en la calle, para lo cual los medios de comunicación y la permisividad social hacen las veces de fanfarria. Son coautores de las idolatrías desechables.
“La clave radica en ser visto por mucha gente, y la mejor forma de hacer eso es aparecer en televisión. No es necesario ser un ganador del Nobel o un primer ministro; todo lo que uno tiene que hacer es confesar en un programa de televisión que su pareja lo ha traicionado… Es fácil convertirse en un sujeto de interés popular mediante el recurso de acostarse con una celebridad o ser acusado de un fraude”, sostiene el escritor y semiólogo italiano. O de empelotarse, o de negociar los principios, o de ser áulico del poder, o de ser extravagante, o… Siempre va a ser más rápido, fácil y efectivo coger por el atajo.
Evidencias sobran, espacio no. Así que contentémonos con un rápido vistazo de última moda. Pablo Escobar, por ejemplo. Con el argumento de que hay que contar la historia de este y de todos los capos, una y otra vez, para que no se repita entre los jóvenes, dos programadoras elevan los ratings y ponen a sonar las registradoras que es lo que, en últimas, les interesa: exprimir la narcogallina de los huevos de oro, mediante la anestesia colectiva del espectador. ¿O será que les parece muy pedagógico que por cuenta de unos mercachifles, escudados en la serie televisada, niños de los barrios populares anden intercambiando laminitas y llenando álbumes con las hazañas de Escobar?
(Hace poco escuché una conversación en la que un señor contaba a otros, con sorpresa e indignación, que tanto en Miami como en Chicago había visto varios buses, fungiendo de vallas móviles, anunciando El patrón del mal y El capo 2, con fotos gigantes de los actores que los personifican en la pantalla).
Menos grave, digamos, en términos de reputación nacional, mas no en términos de dignidad personal, es la ola de los realities. Alta y encrespada como si de un tsunami se tratara, tiene a los televidentes con el morbo al cuello. Y a los participantes-náufragos, sacando a flote lo peorcito de sí mismos, con tal de sobrevivir al experimento y poder ser reconocidos en la calle. “¡Oh, ahí va!”.
Cuánta razón tiene Eco.
Etcétera 1: Naturaleza y arte sí pueden ir de la mano. La galería de murales que varios artistas, con el patrocinio de varias empresas, han “abierto” por la subida de Las Palmas -antes del Alto-, así lo demuestra. Qué buena idea.
Etcétera 2: Fulanita, la amiga mía, estuvo por estos días comiendo en “Lucio”, detrás de la gasolinera de la entrada de Envigado. Todavía se saboreaba. “Mmmm, como para relamerse los bigotes”, me dijo. ¿Los bigotes? “Pues…, si los tuviera”. Mmmm, me antojé.
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