Al terminar la comida y cuando quisimos pedir una aromática, la mujer encargada de nuestra mesa nos contó que ya habían cerrado la cocina.
Hace unos días, fui a comer con mi hermana a un restaurante conocido en Provenza, Medellín. No mencionaré el nombre aquí porque creo más en las sugerencias en privado, que en las vergüenzas públicas. Sin embargo, quiero describir un poco la experiencia porque en los caminos propios o ajenos se aprende. Ella, cocinera y dueña de un restaurante en otra ciudad latinoamericana, ya había estado ahí otra vez durante este viaje. Al comienzo y con pocas palabras, me pidió estar atenta a los detalles que probablemente vendrían. Las mujeres encargadas de las mesas tardaron en darse cuenta de nuestra llegada y en tomar la orden.
Minutos después sirvieron un vaso con una cantidad de hielo exagerada y trajeron un plato con el ingrediente principal equivocado. Aunque intentamos encontrar la belleza y avanzar sin resistencia, al terminar la comida y cuando quisimos pedir una aromática, la mujer encargada de nuestra mesa nos contó que ya habían cerrado la cocina. Mi hermana dijo que es casi regla en cualquier restaurante, avisar y esperar a que la última persona termine con calma su comida.
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Este lugar comenzó como una promesa y sobre él han escrito artículos en revistas. De regreso y mientras caminábamos por la acera en unos de esos silencios naturales permitidos con la gente más cercana, pensé en otro restaurante, a tres mil setecientos kilómetros de aquí: Zahav. Su nombre, que significa oro, en hebreo, se convirtió en su destino. Ubicado en el centro de Filadelfia, Estados Unidos (si existiera aquí, estaría cerca del edificio Coltejer), es un restaurante de pocos metros y tres mesas. Desde afuera se ve como una bodega pintada de negro y tiene un letrero carente de cualquier pretensión.
Ni siquiera existe en redes sociales.
Sin embargo, todos los días hay una fila de gente que espera el tiempo necesario para probar su falafel o recetas de la cocina sefaradí o de Oriente Medio. Su creador, un cocinero israelí considerado alguna vez como el mejor de Estados Unidos, Michael Salomón, pensó en cada detalle, hasta en pitillos ecológicos anchos y bonitos, para que a través de ellos pueda subir su malteada verde de chocolate y menta. Sus empleados están atentos y la distracción es casi imperceptible.
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Al recordar ambos lugares, pienso en una canción de Aterciopelados: El estuche. Aunque una dosis de estética es agradecida, al final no se trata de tener una fachada inmensa, un nombre polémico. Como dice esta canción que también aplica al mundo de los restaurantes y la cocina en Medellín: “lo que hay adentro (el sabor y el servicio), es lo que vale”.
Por: Adriana Hanah Cooper