Andrés Vergara Aguirre, Emilio Alberto Restrepo, Enrique Krauze, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Ricardo Silva Romero, Daniel Ferreira y sus obras en esta entrega mensual de Vivir en El Poblado.
¿Leer nos hace superiores? Los creyentes juran que sí. No soy tan optimista. Tengo entendido que los comandantes de los campos de concentración nazis leían a Goethe en voz alta, lectores compulsivos de Las penas del joven Werther. Sin embargo, su lectura no les impidió exterminar a millones de inocentes. Leer ficciones no nos libra del mal ni nos reconcilia con el bien. Tal vez nos da energía, como un Milo o una Pony Malta. Leer literatura es el Gatorade de nuestras vidas.
Mambrú se fue a la guerra
No todos los escritores tienen igual coraje. Algunos contemporizan con las redes fecales, digo, sociales. Otros, en cambio, escriben a su antojo, según les sale de las vísceras. Andrés Vergara, por ejemplo, profesa y cultiva un estilo retro. En Jugaremos a la guerra (Editorial Universidad de Antioquia, agosto de 2018, 320 páginas), su primera novela, resuenan el temperamento y la modulación de autores ya fallecidos, aún vigentes en el imaginario de esta Colombia amnésica: un Manuel Mejía Vallejo con El día señalado (1964) o un Eduardo Caballero Calderón con El Cristo de espaldas (1950).
Jugaremos transcurre en línea recta, con pocos y puntuales flash backs, sin digresiones ni especulaciones seudofilosóficas o extraficcionales. Y Andrés la escribió no solo con solvencia y audacia sino también con la convicción de hacerles caso a los deseos de su
inconsciente creador. ¡Bien hecho!
Joaquín Tornado,vendaval sin rumbo
Ollas podridas. Lobos disfrazados de corderos. Crímenes delirantes. Justicia asimétrica. El crimen siempre es el mismo y siempre es distinto, tan dinámico como la política. Las novelas policíacas ya no son meros rompecabezas ni enigmas para la hora del té, dicho con el perdón de monsieur Hercule Poirot. Cada novela negra encubre una historia de corrupción y violencia, o revela lo menos transparente de la sociedad.
En El abrazo de la Viuda Negra (Editorial Universidad Pontificia Bolivariana, septiembre de 2017, 111 páginas), el detective Joaquín Tornado, picaflor sin suerte, se enfrenta al asesinato de un famoso futbolista colombiano a manos de unos atracadores. Un caso “confuso y conspirativo”, justo para mostrar la perspicacia narrativa de Emilio Restrepo, buen ginecólogo y mejor escritor.
¡Hay un gorila suelto en el parque!
¿Por qué pululan los dictadores en América Latina? ¿Cómo hacen los regímenes de Cuba, Nicaragua o Venezuela para dominar a sus pueblos? ¿Caerá Brasil en el fascismo ordinario con el gorila Jair Bolsonaro? ¿La democracia liberal y, yendo un poquito más allá, la social democracia están condenadas al ostracismo, al más rotundo fracaso? ¿Conocer el pasado nos libra de las calamidades del futuro?
Enrique Krauze en El pueblo soy yo (Debate, octubre de 2018, 290 páginas) responde a estas preguntas con lucidez incondicional. Es un libro multifacético, construido alrededor de un método peculiar y fascinante: “interrogar a la literatura para conocer la historia”. Krauze, discípulo de Octavio Paz, es fino y vertical en su pensamiento liberal y altanero en la defensa de sus ideas. Es tan sustancioso que dan ganas de absorberlo todo de una sola ojeada.
¿Solo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor?
La primera vez que leí Cóndores no entierran todos los días (1972), de Gustavo Álvarez Gardeazábal, estuve a punto de paralizarme al sentir casi en carne propia la sevicia de los pájaros o sicarios de la Violencia. Años después, la segunda lectura me dio náuseas, no por el texto (claro, atípico y rotundo) sino por este país de cafres, o sea, esta nación bárbara y cruel, zafia y rústica.
Gardeazábal, hundido en el pantano mediático o en la cloaca del unanimismo, vuelve ahora a la literatura con veinte relatos en Las guerras de Tuluá (Ediciones Unaula, 2018, 188 páginas). No soy crítico ni hermeneuta literario. Si mucho llego a antojador de libros, pero en este caso tengo más dudas que certezas. ¿Conserva el tulueño la vitalidad y la fuerza de Cóndores o su estilo ha decaído hasta dejarnos solo cenizas del amor que le tuvimos? Ustedes leerán y dirán.
La madre de todas las batallas
No es cuestión de edad sino de ideas. Hay veinteañeros que piensan como carcamales del siglo 19 y sesentones que se gozan la vida con más sabrosura que una pandilla de millennials. Por ejemplo, Philip Roth era cucho desde cuando yo estaba chiquito, pero escribía como un querubín. Daniel Ferreira conjuga muy bien la edad con las ideas: joven en ambas.
El año del sol negro (Alfaguara, agosto de 2018, 608 páginas) es el cuarto volumen de su Pentalogía de Colombia, “una apuesta monumental sin monumentos”, según apunta Luis Noriega. Una novela sobre la Guerra de los Mil Días (1899 -1902) y Palonegro, la madre de todas las batallas en Colombia, con remolinos de sangre, sudor y lágrimas, patas quebradas, huesos calcinados, ojos por ojos, dientes por dientes, rencor y ponzoña. Mera historia patria. En la ficción, una creación de larguísimo aliento para leer con el alma en vilo.
Las esposas siempre tienen la razón
La primera frase de Cómo perderlo todo (Alfaguara, octubre de 2018), de Ricardo Silva Romero, es paradigmática y anticipa el placer de las siguientes 610 páginas: “Es milagroso e inverosímil que tan pocos matrimonios acaben en asesinato”.
Silva Romero no se agota. Capaz de contarnos la historia de su familia de para atrás, en reversa o al revés (Historia oficial del amor), hoy nos sale con otra travesura superlativa: los desastres y los parabienes de varias parejas en aprietos por la ya legendaria ferocidad de 2016, “el peor año bisiesto en las bitácoras del universo”.
Se comprueba otra vez que la ficción, la gran ficción, pasa primero por el tamiz del amor a la literatura y después entra al horno del autor. ¡Ojalá el amor y el humor no se apaguen nunca en las páginas de Silva Romero!