Más allá del actual proceso de paz, y sin importar si estuvimos a favor del SÍ o del NO, en el fondo todos intuimos (o mejor, sabemos) que Colombia seguirá siendo inherentemente violenta e insegura.
Sabemos perfectamente que hay muchos sitios de Medellín –y en general de cualquier ciudad colombiana– a los que no iríamos nunca, por aquello de las fronteras invisibles. Y que esta situación no cambiará mientras existan las bandas criminales y las pandillas dedicadas al microtráfico de drogas, la extorsión y otras actividades en las que puede caer una juventud sin horizonte.
El fenómeno no es exclusivo de Colombia ni de países en desarrollo. Es relativamente común en países avanzados. Estados Unidos es quizá el país desarrollado en que la violencia al interior de las ciudades está más extendida, gracias a sus muy laxos controles a la posesión y uso de armas de fuego. Son numerosas las ciudades con índices de inseguridad muy superiores al promedio colombiano.
El costo social y financiero de convivir con estos problemas es gigantesco. La policía no da abasto, la justicia es incapaz de mantener el ritmo y las cárceles se llenan. Los delincuentes que dejan la cárcel en muy poco tiempo recaen. La probabilidad de romper el círculo vicioso es casi nula.
El alcalde de la ciudad de Richmond, California, cerca de San Francisco, algún día decidió hacer algo diferente. Con la ayuda de consultores externos, y con la aprobación tímida de un Concejo incrédulo, implementó un programa novedoso y contra-intuitivo.
Se trata de elegir a los miembros más prominentes de las pandillas –que no tengan condenas vigentes– y darles estímulos para disuadirlos de disparar o de cometer crímenes.
Al comienzo se trata de un simple pago mensual, casi un sueldo, si en el mes anterior no se vieron involucrados en problemas de drogas o armas. Si esto funciona bien durante un tiempo, los individuos seleccionados son invitados a un viaje turístico y cultural fuera del país.
El viaje normalmente es aceptado con interés pues se trata de gente que no tiene posibilidades de salir de su entorno perdedor. Y tiene una condición muy interesante: Se debe ir acompañado de uno o más miembros de una pandilla enemiga. Además de personal de apoyo del programa.
Esa circunstancia inesperada, de compartir tiempo y experiencias nuevas con el enemigo, en un entorno totalmente diferente, es de alto impacto. La enemistad se diluye y el incentivo para mantenerse fuera de problemas por tiempo largo se profundiza. Además de la posibilidad de influir positivamente sobre sus colegas de pandilla.
Y la ciudad, a pesar de incurrir en estos gastos, ahorra muchos millones de dólares al bajar los índices de violencia y asesinatos.
Por supuesto, el programa tiene muchos enemigos. Principalmente por la injusticia. Por qué se premia a los malos y a los buenos no se les da nada? Injusto pero efectivo, no muy diferente de la parábola de la oveja perdida, según la cual el cielo se alegra más por el regreso de ella que por las 99 que no se perdieron.
Tampoco muy diferente del enfoque del proceso de paz, en el que el Gobierno ensayó otorgar ciertas ventajas a la guerrilla a cambio de que todos sus miembros salieran de manera definitiva de la guerra. Pero no fue posible convencer a un número suficiente de colombianos, para quienes el castigo tradicional es la única manera de manejar estas situaciones. De manejarlas, no de resolverlas.
Va siendo hora de buscar nuevas aproximaciones a los enormes problemas de orden público en los barrios de Medellín. Las fórmulas actuales no han funcionado, al contrario, empeoran los problemas para los individuos y para la sociedad.
Quién se atreve a hacer sugerencias creativas en un medio tan polarizado y con tantos dueños de la verdad tan inflexibles?
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