/ Santiago Hernández
Lucho Herrera levantando los brazos, con el tricolor y la palabra Colombia en el pecho. No, no fue en 1987 cuando ganó la Vuelta, tampoco cuando entró a la meta con su cara ensangrentada. Fue en el Tour de Francia de 1984, en la presentación de Colombia en Europa. Una entrada triunfal de fuerza, gallardía, y cojones, como dicen los españoles. Tres características de las que echó mano Nairo Quintana para regresarnos.
Vámonos a la imagen de Lucho con la tricolor. Aún no existía el Café de Colombia, menos el Manzana Postobón. Lucho corría para el tímido Varta, primer equipo colombiano en Europa. Y en la etapa de 17 entre Grenoble y L’Alpe d’Huez, demostró una raza desconocida para el Viejo Continente. En la subida a la Cota de Laffrey, Lucho se fue con (el archienemigo) Laurent Fignon en una escapada con 48 kilómetros para llegar a la meta. ¡48! Esa etapa ganada por Lucho a punta de pundonor, marcó el inicio de una era de triunfos en Europa, de ser reconocidos como los Escarabajos, como los aguerridos de la montaña. Una gloria que vendría a consolidarse con el título de la vuelta en 1987. Pero ese pundonor y esa fuerza, parecía diluirse en medio del ciclismo moderno, entre los potenciómetros (ese Catenaccio del ciclismo que da triunfos, pero roba espectáculo) y las estrategias de equipo.
Hasta esta Vuelta.
Por el triunfo general pasaremos de largo. Ya se dijo de todo sobre Nairo, su fantástico Movistar, sobre los arrancones de Chris Froome, y del segundo podio del Esteban Chaves en 2016. Es momento de hablar de Nairo y Chaves recordando el ciclismo de los 80, las escapadas de Lucho, Patrocinio Jiménez en el Tourmalet, y Fabio Parra coronando en la Estación de Cerler, de cómo el ciclismo que aprendimos a amar por radio y por periódicos maltrechos, volvió en las últimas semanas para llenarnos de alegría. Para llenarnos el corazón.
Durante años no acostumbramos al ciclismo de las mínimas diferencias en la montaña y de las grandes ejecuciones al crono. De piques en los últimos kilómetros que nos vendían como ataques. Hasta nuestros escaladores pensaron en adoptar ese sistema de llegar en el lote en la montaña, sin atacar, y marcar diferencia en la crono. Pero para la gloria colombiana, el libreto tenía que ser sacado de las historias de gregarios y colonizadores del ciclismo europeo de hace tres décadas.
La primera imagen que nos llevó al pasado fue el ataque de Alberto Contador y su obediente Tinkoff en la décima etapa de la Vuelta. La llegada al Formigal vaticinaba una lucha en los kilómetros finales, con Froome y Quintana buscando arañarse segundos, mientras una fuga reclamaba la etapa. Chévere, pero manido. El ataque de Contador, en el que se montó Nairo y del que tumbaron a Froome, desbarató los libretos, recordó esas épicas de Herrera, pero también de Perico Delgado o Bernard Hinault, que ganaban sus rondas con el sudor de las piernas en fuga, y demoliendo altos como si fueran planicies. Pedalismo puro de la vieja guardia.
El segundo capítulo lo puso Chaves. El Orica Bike Exchange fraguó la táctica de la penúltima etapa, y todo quedó en video. Una pieza hermosa. La estrategia del director deportivo, la opinión de los compañeros, y las piernas de Chaves, fueron un viaje más al pasado. Un grandulón como Damien Howson al servicio del Chavito, un top-10 Simon Yates poniendo sus piernas para recuperar el podio del colombiano, un equipo de matrícula australiana sudando por un bogotano. Poesía pura. Poesía que nos hizo revivir nuestros tiempos del romántico ciclismo de los 80, sin potenciómetros ni grandes estrategias, pero sí con radios, coraje y muchas alegrías.