Dentro de poco habrá un pabellón, en cualquiera de los sitios emblemáticos de la ciudad, dedicado a los premios que Medellín se ha ganado en muchos de los concursos internacionales, qué digo, concursos mundiales de “belleza”, en los que ha participado.
Y eso está muy bien.
En alguna pared se tendrán que colgar cetros y coronas, que no se persiguen con tanto ahínco, para arrumarlas en un rincón de la alcaldía.
El más reciente es el Lee Kuan Yew World City Prize, conocido entre nosotros con la pomposa traducción: El Nobel de las Ciudades.
Si nos atenemos a los más de cien escritores que han sido galardonados con el Nobel de Literatura, cuya producción posterior a la designación ha brillado por una calidad literaria muy inferior a la premiada –con sobresalientes excepciones-, sin mucho esfuerzo inferimos que algo similar podría suceder con este novel Nobel que, según parece, se otorga a urbes en las que casi todo está por hacer. (No lo digo, porque no tengo idea, por Suzhou, Nueva York y Bilbao, las tres galardonadas anteriores).
Una cosa es premiar esfuerzos bien encaminados por salir adelante como ciudad ética y estética -de los cuales, por fortuna, tenemos varios para mostrar- y, otra, premiar una obra redonda y sin agujeros como Cien años de Soledad, por mencionar apenas el ejemplo que aporta el vecindario. (De la obra pos Estocolmo de García Márquez, en mi opinión, no hay mucho para rescatar).
Lo segundo sí es un Nobel bien merecido. Lo primero, perdón por la franqueza, un exabrupto como otros que le han precedido.
Claro que Medellín supo salir del abismo de los noventa, sin embargo es una obra todavía inconclusa.
Me había propuesto no referirme al Nobel que el alcalde Gutiérrez se trajo de Singapur, donde se realizó la Cumbre Mundial de Ciudades –si no voy a batir palmas, mejor guardo silencio, me dije-, pero la carne es flaca, y sucumbí. Sobre todo por las voces exageradas que se han levantado.
Soy de Medellín y quiero a Medellín, convencida de que amor no quita conocimiento. Talvez el ejercicio de este oficio que me apasiona, me impide pensar con el deseo, a la manera de los políticos.
Por eso, más allá de las cirugías estéticas que con tan buen suceso se le han practicado a la ciudad y más allá del primoroso maquillaje con el que consigue aplausos extranjeros, descubro cada día la realidad pura y dura –y también la gran labor que universidades, empresas, fundaciones, personas naturales, incluso la administración municipal, vienen realizando para que la cacareada transformación de Medellín, sea sostenible en el tiempo– que se vive en barrios de todos los estratos, en unos más que en otros.
(Datos y cifras se encuentran en internet: extorsiones, homicidios, atracos, subempleo, analfabetismo, hambre, microtráfico, problemas de espacio público y movilidad, contaminación del aire, ruido, turismo sexual, parahotelería…).
Que en todas las ciudades pasa, podrán decir los optimistas a ultranza. Sí, pero el Nobel se lo llevó Medellín y ese detalle hace evidente su celulitis.
ETCÉTERA: Boaventura de Sousa Santos, catedrático de la Universidad de Coimbra (Portugal), en su última visita, luego de aplaudir los logros alcanzados, dijo clarito: “En Medellín se creó un cierto triunfalismo paisa, con cosas novedosas que se han hecho, hay que aceptarlo. En parte esa transformación es verdad, pero también, en parte, es una manera de seguir disfrazando los problemas que aún tiene la ciudad”. Tal cual.
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