El titular estaba servido para levantar roncha y el resto de las declaraciones no se quedó atrás (“No sería tan difícil bajar los precios de los alimentos si algunos supermercados e intermediarios no estuvieran aprovechando la situación del Niño para subir precios… No hay derecho a que hagan lo que están haciendo… No tengo ningún problema en decirlo y tengo cómo demostrarlo…”); ese mismo domingo comenzó a encenderse la polémica.
El gremio de los comerciantes, el principal aludido, reaccionó contra lo que consideró una afirmación mentirosa de Iragorri y, desde los programas mañaneros de la radio, nos bombardeó con cifras contrarias. El ministro, con frases menos bravuconas y efectistas, matizó lo dicho convocando a reuniones, que para eso sí nos tenemos confianza los colombianos: para reunirnos, limar asperezas y disimular realidades. Y los oyentes, al parecer los que de verdad mercamos –bueno, los más afortunados, la generalidad de los paisas, para no ir más lejos, tiene que hacer la compra del día y, eso, cuando se puede-, convencidos de que la lavada de manos era de lado y lado.
Lo cierto es que la cuesta de enero y febrero está sembrada de alzas exorbitantes en los productos básicos de la canasta familiar. Y resaltarlo no es un problema de apreciación como podría afirmar algún político interesado en el tema; es una realidad del diario que, más allá de porcentajes y estadísticas, deteriora la calidad de vida de la gente del común.
El consumo está bajando entre la población más vulnerable, la mayoría. La que invierte el 35 por ciento de los ingresos en alimentos, contra el nueve por ciento que invierte la de altos recursos.
“La gente está empezando a dejar de comer arepa, que es un alimento básico para el colombiano”, manifestó a El Salmón de El Espectador, José Antonio Pulido, responsable de Alimentos Polar, empresa que maneja cerca del 60 por ciento del negocio de la harina en Colombia.
Y a esa gente que está dejando de comer arepa, no porque la esté sustituyendo por panes o galletas, sino porque con lo que gana ya no le alcanza para lo que el año pasado le alcanzaba (una explicación de bolsillo de la “inflación” que, adobada de términos incomprensibles, hace llenar páginas a los analistas), la tienen sin cuidado los rifirrafes entre el gobierno central y las grandes superficies.
La capacidad adquisitiva se les desplomó.
Entretanto la libra de papa criolla, que hasta diciembre compraban en la tienda del barrio, la de don Luis, por cuatro mil pesos o algo menos, esté a ocho y nueve mil pesos, como ahora, se pueden desgañitar los funcionarios públicos, los gremios, los editorialistas…, nada les va a aligerar el vacío que sienten en el estómago.
Ni la subida del dólar, ni las travesuras del Niño malo.
Todo influye, estamos de acuerdo. El peso se ha devaluado a límites históricos y el Niño, con la inconsciente crueldad que caracteriza a tantos menores, nos tiene con la Magia Salvaje naufragando en la aridez y al borde de un problema de desnutrición generalizada. En muy buena parte, por cuenta de la falta de voluntad del Estado (de todos los gobiernos) para adelantarse a las amenazas recurrentes.
No aprendemos.
El Niño, por ejemplo, no es ninguna novedad, desde chiquitos oímos hablar de ese fenómeno. Pero cada que llega nos encuentra desprevenidos, la historia se muerde la cola.
Esta desmemoria nos va a tener siempre a la zaga del desarrollo. Y en la cresta de la vergüenza. Y con el pilar de la economía, la clase media, en vías de extinción.
ETCÉTERA: Psst, alcalde, dos cositas. Supongo que está enterado de los atracos diarios a taxis y particulares en las esquinas de la Oriental. Y del Tapón del Darién en que se convirtió el cruce de la Loma de El Tesoro con la Transversal Superior. Haga algo, por favor.
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