Los seres humanos sufrimos principalmente por dos razones: apego y aversión.
Sufrimos cuando intentamos aferrarnos a lo placentero y agradable para que nunca acabe, y sufrimos cuando intentamos, a toda costa, huir del ineludible dolor o el displacer inherentes a la vida humana.
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Día tras día me llegan personas al consultorio diciendo: “Vengo para que me ayudes a dejar de sentir esto que estoy sintiendo”, “quítame esta ansiedad” -o esta tristeza, o esta rabia, o esta culpa. “Ayúdame a que X cosa no me importe”.
Se nos ha vendido la falsa idea de que es posible tenerlo todo, estar siempre bien, sentir sólo emociones agradables y placenteras, y además, lograr todo lo anterior con la ley del mínimo esfuerzo: un click, una fórmula mágica, una cita, una pastilla, un paso a paso, una herramienta de único uso, etc. Y, persiguiendo esa creencia, nos la pasamos en la búsqueda incesante de anestesia o cura rápida para cualquier emoción que duela o incomode, sin preguntarnos siquiera qué nos dice esa emoción.
Por un lado, el dolor hace parte de la vida, hace parte de nuestra humanidad -nos guste o no-. No existe la opción de eliminarlo, independientemente de cuánto intentemos evadirlo, silenciarlo o derrotarlo, éste encontrará la forma de escabullirse y luchar contra él sólo provocará más dolor -entre otras cosas-. Pero, además, tenemos la falsa creencia de que porque el dolor duele es malo, y que por ende hay que hacer lo que sea para no sentirlo.
El dolor no es el malo del paseo, no nos vino a aguar la fiesta -o si, pero por alguna razón importante-. Ninguna emoción aparece de adorno, todas ellas -tanto las agradables como las desagradables- tienen una función y nos traen información.
Pensemos en las emociones como señales de tránsito de nuestro viaje por la vida. No hay señales de tránsito buenas o malas, simplemente son señales: nos dan información y dirección. Algunas nos incomodan y nos estorban, otras nos pueden agradar, pero el punto es que hacen parte del camino hacia nuestro destino o punto de llegada y de hecho nos ayudan a mantenernos seguros en el viaje y en la dirección correcta hacia dónde queremos llegar.
Disminuir la velocidad -o mantener el ritmo-, girar en una dirección determinada –o mantenerse por el carril actual-, tomar un atajo, parar, tener precaución, ceder el paso, pitar -o no-, NO entrar, darte cuenta que vas en contravía, decidir frente a una bifurcación en el camino, tomar una salida, aproximarse a una curva peligrosa, tomar un retorno -o NO tomarlo-, estacionarse -o no hacerlo.
También encontramos señales de tránsito para indicarnos dónde están ubicadas las estaciones de servicio para recargar combustible, las casetas telefónicas para “la llamada a un amigo”, los primeros auxilios para cuando hay un herido, las oficinas de información para cuando estamos perdidos o los lugares para descansar cuando venimos de un largo y arduo recorrido.
Así tal cual funcionan las emociones. Más allá de catalogarlas como buenas o malas, placenteras o displacenteras, nos traen información que necesitamos para el camino. Donde hay una emoción, hay algo que es importante para nosotros: sentimos tristeza cuando algo que es valioso para nosotros está siendo deteriorado, lastimado, está perdiendo el sentido o se está acabando. La tristeza nos muestra que algo no está funcionando bien, nos señala lo que está roto para poder repararlo, transformarlo, o botarlo. Nos muestra algo que nos está haciendo falta y nos mueve a pedirlo o a buscarlo, nos incomoda hasta el punto de obligarnos a tomar decisiones.
Sentimos rabia cuando algo que es valioso para nosotros, está siendo arrebatado, transgredido, dañado, engañado. Nos muestra los límites que no están siendo respetados, nos señala aquello que está siendo vulnerado y nos impulsa a levantar la voz, a defendernos, a exigir, a hacernos valer y respetar. Puede ser gasolina para vencer obstáculos.
Sentimos miedo cuando algo que es valioso para nosotros está en peligro. El nos impulsa a protegernos, a gestionar los riesgos, a tomar medidas para cuidarnos y cuidar aquello que amamos. La culpa aparece cuando cometemos errores, nos mueve a reparar aquello que dañamos y a encargarnos de que no vuelva a ocurrir.
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Donde hay algo que nos duele hay algo que nos importa. La emoción que aparece funciona como una linterna que alumbra donde hay cosas valiosas para nosotros. Cuando reconocemos que algo nos importa nos hacemos cargo de ello, lo cuidamos, lo reparamos, lo defendemos, lo solucionamos. Mientras que, cuando negamos nuestras emociones, e intentamos suprimirlas, nos perdemos la oportunidad de reconocer algo o alguien que nos importa y, por ende, la oportunidad de protegerlo. Las emociones son señales de tránsito, mi invitación es a que más allá de enfocarnos en si nos gustan o no, las leamos para ponerlas al servicio de nuestro camino, nuestra seguridad y nuestro bienestar.