Hace algunos años el enólogo Mario Puchulú quedó algo sorprendido frente a una de mis afirmaciones: “El dulce es el sabor de la vida”. Fue un simple comentario, seguramente después de haber leído del por qué los seres humanos inventaron la agricultura.
La afirmación que hice en aquel momento, aunque aparentemente ingenua, tiene una transformación muy interesante. Decir nada más que sin el gusto por el dulce es imposible comprender la trata africana en América: esclavitud y caña de azúcar van de la mano, el dulce es amargo -disculpas por el oxímoron-, para quienes se vieron penosamente obligados a dejar su tierra (volveremos luego sobre la relación del por qué la libertad es dulce).
Parece que nuestros abuelos evolutivos descubrieron y relacionaron el dulce con algo que no los mataba; asociaron también ese sabor, además, con cierto tipo de colores que poseen las plantas -los primarios para ser exactos. Puede ser que esta conducta la realizaran al ver que a otros animales no les ocurría nada después de ingerir alimentos con esos colores.
El dulce es un sabor natural, es decir, un sabor que no requiere de una pedagogía, como otros, los sabores culturales, que se aprenden a comer en familia o al interior del grupo social al que pertenecemos o en el que nos encontramos. La afirmación se presta para polémicas. Verbi gracia, el picante es un sabor cultural, y paradójicamente encontramos ajíes de colores abrumadoramente rojos y amarillos que rallan en lo venenoso, pero la naturaleza es juguetona: prueba y error están en la mesa de las posibilidades.
Pero volvamos al principio. La razón por la cual nos gusta el dulce es porque posiblemente asociamos su sabor al hogar, a lo seguro y también con lo manso, según cierta teoría antropológica. No olvidemos además que lo dulce sirve para alargar la vida de los alimentos -de ahí viene la palabra conserva-, y conservar, al volverse acción, no es más que futuro en una preparación culinaria. Por eso regalamos dulces a la gente que amamos; es un compromiso con el futuro, es una manera de decir: “espero poder comer contigo esto en el tiempo que viene”. Es promesa, pues nadie regala dulces pensando que no lo comerá mañana, como lo afirma Massimo Montanari.
Las metáforas son encantadoras: “hogar, dulce hogar” decimos, quizás para invocar el lugar del sosiego, de la madre, de la parentela. Los momentos felices son dulces, como son dulces los buenos sueños y dulces los momentos para no olvidar.
Por Luis R. Vidal