No hay que tener tres dedos de frente para mirar el mundo y decir: necesitamos volver a lo colectivo. Pero, ¿qué hacer con una generación a la que solo se nos enseñó del valor del individuo?
Nunca tuve la obligación de compartir nada en la vida. Ni los juguetes ni el amor de la mamá. Ni siquiera los amigos imaginarios que iban revoloteando de un lado para el otro en mi casa de Rionegro. A pesar de que mi padre, quien me abandonó muy pequeña, tuvo muchos hijos, fui criada como hija única, esa categoría social que viene acompañada de palabras prejuiciosas como inútil y egoísta.
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Poco tengo de inútil. Empaqué mi primera lonchera a los cinco años, a los siete ya me hacía el desayuno y estoy tan acostumbrada a hacer todo por mi propia cuenta que a veces se me olvida que tengo pareja, amigas y compañeros de trabajo que pueden ayudarme. Mi papá adoptivo, el que me crió y por lo tanto el único, siempre me dijo que tenía que aprender a defenderme en la vida, “porque estaba sola en este mundo”. Mentirosa sería si digo que hizo mal. Adoro mi independencia económica, poder estar durante muchos días sola en casa sin sentirme molesta conmigo misma, salir a almorzar con mi propia imaginación e invitarnos a una copa de vino. Sin embargo, con una mano colgando de la vulnerabilidad y la otra pegada del corazón, reconozco que sí soy egoísta, que pienso en lo común menos de lo que lo profeso y que tengo atrofiadas algunas capacidades colectivas: no sé pedir ayuda y mucho menos dejarme ayudar.
Lo sorprendente de todo este asunto es saber que no soy la única con esta declarada incapacidad, tal vez sí una de las pocas que lo reconoce en una columna. Vendrán señalamientos, lo sé. Si bien tengo la disculpa perfecta: la crianza única, conozco a otras decenas de amigas y cercanos, con hermanos y familias numerosas, que tampoco saben dejarse ayudar, que declaran su incapacidad para vivir en colectivo y que, de elegir, preferirían recorrer sus propios caminos sin compañía. Personas a las que también les enseñaron que “había que defenderse solo en esta vida”.
Esta fiebre de individualidad, que tampoco es del todo mala porque a veces es necesario hacerse cargo de uno mismo, ha provocado un desbalance que puede observarse en cosas simples: nos cuesta mucho trabajar en equipo, cada vez se hace más difícil crear colectivamente desde la orilla política diversa, construimos casas para encerrarnos y no para compartir, dañamos la naturaleza y lo que más nos gusta es justo lo que resuena en nuestra cabeza, sin posibilidad a los contrarios. Parecen comportamientos inocentes, pero, a gran escala, nos están destruyendo como colectivo, como comunidad.
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¿Qué hacer para retomar el rumbo del nosotros?
Comenzar por reconocer que hemos valorado por años la particularidad del individuo, es un primer camino para hacernos conscientes del problema, también para reconocer lo bueno que tiene pensar en el particular. Crear los caminos que hagan posible una consciencia colectiva, es el segundo. Y, construir redes, tal vez el tercero de una lista que se podría conjugar entre muchos, entre varios.
Y si no nos es suficiente, siempre quedan los poemas, queda la poesía. Como lo recuerda Mario Benedetti: “Con tu puedo y con mi quiero / vamos juntos compañero”. Tal vez dejarse ayudar y querer, no duela tanto.