Estudios como la Encuesta Mundial de Valores lo demuestran: a los colombianos nos cuesta confiar. Existen muchas razones de peso para que así sea, pero, de no volver a pasar el corazón por la confianza, nos podría esperar un abismo como sociedad.
Me cuesta confiar. Las razones atraviesan un pasado con cicatrices que pasan por el cuerpo y la memoria. Soy colombiana, para ser más específica, antioqueña, y tal vez las dos frases que primero aprendí de niña fueron: “No hable con desconocidos en la calle” y “no le reciba nunca nada a nadie”. Somos una máquina social que desconfía, siempre, el uno del otro. “El que las hace se las imagina”, diría mi amiga Mónica Quintero.
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Con dolor, observo y me entero en estudios, mediciones y simples frases cotidianas que no soy la única. Mi madre va en el bus, ve a un joven subirse y esconde su bolso. Mis amigas van caminando por las noches y si ven a un hombre entre la oscuridad cruzan el andén. Mis compañeros de trabajo copian correos sin césar, “para que quede constancia”. Y en las noticias la situación de sospecha y de maldad dibuja los titulares cada noche. Eso, sin contar la lamentable situación política que vivimos en las ciudades, en los países y en el mundo, donde, emuladores de líderes se revuelcan en el poder bajo el costo de la desconfianza que promueven entre sus pueblos.
Richard Firth-Godbehere, autor del cual hemos escuchado hablar en los últimos días por su libro Homo Emoticus, la historia de la humanidad contada a través de las emociones, nos recuerda las parejas emocionales sobre las cuales escribió Aristóteles. “El temor y la confianza”, escribe del binomio. Esta última, afirma el autor, se describe como “una esperanza acompañada de fantasía sobre que las cosas que pueden salvarnos están próximas y, en cambio, no existen o están lejanas las que nos provocan temor”. En un ejercicio interpretativo, de esos donde ponemos imaginación e intelecto a danzar, podría decirse que la desconfianza es el triunfo del temor sobre la esperanza. Me pregunto, ¿nos gusta esa afirmación?, ¿nos emociona saber que somos una sociedad en la que ganó el miedo?, ¿queremos seguir viviendo así?
Mientras fui estudiante de periodismo siempre me enseñaron a valorar la duda, aún lo hago; pero, esa duda, procuro llevarla, unas veces lo logro y otras no, de manera profesional, aplicada al oficio y no a cada situación cotidiana que vivo en la calle. En este 2023 quiero negarme a caminar con miedo de una cuadra a otra, a montarme a un taxi y desconfiar de un hombre que seguro es un buen padre de familia, a creer que esa otra que puede llegar a ser mi amiga quiere poseer lo que yo tengo. A imaginar que una persona que piensa políticamente diferente a mí, no es de fiar.
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Hace poco, conversando con Roque Dávila, uno de mis brillantes co-equiperos, me decía: “Confianza es que lo inviten a uno a hacer un sancocho”. No hay imagen más hermosa que pueda venir a mi mente que todas las señoras de San Vicente, el pueblo de mis ancestras, o de Tumaco, lugar que llevo en el corazón, llegando con un plátano, un pedazo de hueso o una yuca para hacer un sancocho o un pusandao. En esa acción colectiva habita la confianza.
En esta, mi primera columna de 2023, invito a conjugar el verbo confiar en algunas de sus acciones hermanas: amar, respetar y construir. ¿Hacemos un sancocho juntos?