En la columna anterior pasé por La Civilización del Espectáculo, un ensayo de Mario Vargas Llosa que no tiene desperdicio. Y en ésta, me apropio del título, lo intervengo -como dicen los artistas- y lo chanto cual sombrero de ala corta en la cabeza de una profesión que siento desde las vísceras y cuyo ejercicio en estos tiempos deja al descubierto una cruda realidad: hoy, 9 de febrero, Día del Periodista, no hay mucho que celebrar porque, además de las múltiples amenazas externas (delincuencia, poderes económico y político, presidentes en ejercicio…) que intentan coartarlo, la carrera de los grandes medios, en general, tiene como meta el lucro.
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Ryszard Kapuscinski -maestro de maestros para quienes no usan las noticias como lanzadera para ser ricos, famosos o tendencia en las redes-, lo advirtió a comienzos del siglo: “Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante”. La verdad con minúscula -con mayúscula es temible dogma- que resulta del esfuerzo genuino del periodista para tratar de entender y hacer entender diferentes puntos de vista o situaciones. No con objetividad, que no existe; con honestidad y empatía.
De haber sido testigo de lo que ha sucedido en los últimos días en Colombia, el reportero polaco volvería a morir. El periodismo del espectáculo, que era propio de la prensa sensacionalista, permeó a la prensa seria, en esa carrera del centavo en que se ha convertido la obsesión por sumar seguidores. Ahora son los creadores de contenido (tiktokers, tuiteros, instagramers) los que llevan de la ternilla a los medios. Y lo más triste, son los espectadores los que piden sangre (escándalo) desde las tribunas del circo mediático, aupados por anunciantes incautos o…, de doble moral.
El asesinato de la DJ Valentina Trespalacios ha evidenciado cómo portales y páginas web, con la disculpa de denunciar la violencia de género, se regodean en detalles íntimos y truculentos que sólo sirven de leña para avivar la candela del morbo. Y, algo peor, para revictimizar a una joven mujer a quien, con el exceso de revelaciones “exclusivas” y reencauchadas le dieron, tristemente, la fama que buscaba y le arrebataron lo único que le quedaba: la dignidad.
(Cuando le expriman hasta la última gota, el crimen pasará al olvido. Bueno…, entretanto Netflix lo rescate con una serie reveladora y/o Gustavo Bolívar publique un novelón ídem. Mientras, las cifras de maltratos seguirán imparables).
Leyendo las actualizaciones de la App de Semana, me pregunto a qué se deberá la divulgación de tantos pormenores sobre dicho feminicidio. Y, con la ayuda de Kapuscinski, me respondo. A que la información hoy día -con excepciones, claro- es un negocio; los protagonistas de la misma, mercancía. Por eso, con titulares salpicados de adjetivos, cambian el párrafo inicial y cuelgan la misma historia una y otra vez. Eso gusta. Repasen si no las listas de “Lo más leído” en El Tiempo: pura comida chatarra.
Al pueblo, pan y circo. ¿No es así la cosa?
ETCÉTERA: Ojalá que la FLIP siga firme con sus denuncias y que los buenos periodistas y, sobre todo -como decía Kapuscinski-, los buenos seres humanos que existen en los medios, logren romper la burbuja perversa de los likes. Ahí sí, ¡a celebrar!