Diez días estuvo el féretro en el asador antes de que el cuerpo de la difunta -mareado como una perdiz- lograra descansar en paz. Y sin libreto.
A lo que vinimos, entonces. Ahora sí.
Ahora que el planeta ha recobrado el equilibrio; ahora que han vuelto el pobre a su pobreza y el rico a su riqueza; ahora que han retomado posesión de sus estados quienes los representaron en la más espléndida ocasión funeraria que haya registrado la humanidad; ahora que muchos han comprendido que sin el ícono pop de las últimas décadas se respiran nuevos aires, es la hora de recostar un taburete a la pared y contar los pormenores de esta conmoción; antes de que lleguen los historiadores. (Adaptación libre de un párrafo de Los funerales de la Mamá Grande (1962), cuento de García Márquez en aquellos años luminosos en los que todavía no hacía parte de los poderosos).
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Igual a como sucedió con la original, con la otra tampoco se contemplaba la posibilidad de que fuera mortal. Hasta el último suspiro, las dos ejercieron el poder omnímodo adjudicado por herencia, las dos fueron imágenes de marca de sus mundos, las dos encarnaron el realismo mágico de sus respectivas épocas. Con muchas cosas en común: entronizadas veinteañeras; muertas nonagenarias, en el mes de septiembre, en olor de eternidad; despedidas -con sesenta años de diferencia- en patéticos ceremoniales…
De María del Rosario Castañeda y Montero, la Mamá Grande original, que había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus padres y los de sus padres, en una hegemonía contada por siglos, no se conocía el valor real de su patrimonio. Corría la voz, sí, de que era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, de los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos, la riqueza del subsuelo, las aguas territoriales, los colores de la bandera, la soberanía nacional, los artículos de prohibida importación, las relaciones amorosas… (El parecido es mera premonición).
De Isabel Alejandra María Windsor, la otra Mamá Grande, centro de gravedad del que fuera imperio inglés, como sus antepasados y los de estos, por cientos de años, calcula el The Sunday Times una fortuna de 500 millones de euros. Sin contar la Torre de Londres, Regent Street, una colonia de murciélagos, los cisnes del Támesis, las abejas del reino, dos jaguares negros, las minas de oro de Escocia, un equipo de caballos de carreras, una colección nacional de moras, la placa continental de la isla, los delfines e, incluso, el fondo del mar. (Pobre viejecita sin nadita que comer, diría Rafael Pombo).
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En todo caso –anécdotas y cotilleos aparte-, con el fin de los setenta años de la era isabelina, vuelve y juega la pregunta: ¿Hasta cuándo? La monarquía –cortesanos del mundo, perdonadme- se agotó. La actual geopolítica no está para puestas en escena, besamanos, protocolos encorsetados, familias ungidas y perfectas ante las cámaras; prefabricadas e infelices tras bambalinas. La llamada sangre azul es una especie en vías de extinción. Signos de los tiempos, qué le vamos a hacer.
Ladies and gentlemen, esta fiesta se acabó.
ETCÉTERA: “La Mamá Grande emitió un sonoro eructo y expiró”. La que no era cuerpo glorioso, obvio. ¡God save the queen! Lo demás es literatura…