La oferta culinaria autóctona debería andar al ritmo de nuestros tambores, cobres y cuerdas, enriquecidos con nuestra biodiversidad y múltiples culturas.
Somos un pueblo danzante y tragón. Nuestros ritmos y cantores, cualquiera que sea el género, son referentes continentales -algunos mundiales- de nuestra capacidad para dar vida a las pistas de baile. Lo que Francia, España o Perú tienen de cocineros talentosos, lo sobrepasamos nosotros en músicos e intérpretes que le regalan al mundo una manera muy nuestra de comprender las armonías y poner a moverse hasta al más tieso de los belgas.
Nuestros cantantes fueron capaces de adaptar e interpretar el recetario local de ritmos, integrar pizcas de ingredientes de sonidos globales y poner a tararear al mundo entero; tal como los peruanos o franceses pusieron al ceviche y la salsa bearnesa como clásicos de las mesas universales.
Al ver el éxito y reconocimiento de nuestros compositores deberíamos aprovechar e intercambiar con ellos sus fuentes de inspiración y mecanismos de creación, para traerlas y apropiarlas al territorio culinario.
Y es que el estómago podría, al revés, convertirse en el maestro de la música, aquel que frena o espolea la gran orquesta de las vivencias y pasiones que nos mueven. Aquella representación comestible de nuestros tambores, cobres y cuerdas, que además deberíamos enriquecer con nuestra biodiversidad y múltiples culturas.
Ojalá que jóvenes cocineros se conviertan en compositores de sabores. Hoy la gran mayoría juntan notas sin lograr armonías, simplifican y destruyen el oficio mediante copias de éxitos ajenos y se olvidan de producir sensaciones – tal como la música lo logra- en los comensales.
Tomemos prestados los sonidos de nuestra música y transformémoslos en los nuevos clásicos de nuestra cocina. Pongamos a bailar nuestros fríjoles, ajiacos, cuchucos; comprendamos los ritmos de nuestra naturaleza y pongámoslos a girar en los platos.
Quiero ser claro, no deseo que la escena culinaria local se convierta en la cultura pop paisa. De hecho, ese es el fenómeno que hoy nos domina y cuyos ritmos son importados pero contrabandeados. El ambiente y escenario gastronómico local se conforma con tenis chiviados copia de los originales y películas piratas en forma de ofertas rápidas que nos invaden a golpe de publicidad engañosa.
Diferente es mi planteamiento: se trata de que los cocineros desarrollen su solfeo culinario, integren nuestras referencias al color, a productos locales, sin olvidar la función de mensajeros de emociones. En un plato, la misión de nuestra tierra es llevar y transmitir sabores. Nuestro ritmo es fino, le gusta enriquecerse con una especia foránea, una técnica ancestral, un sabor autóctono, para luego viajar a una ensalada, un guiso, unas empanadas, eso sí, ¡bailables!