/ Jorge Vega Bravo
Estar frente al mar permite sentirse pequeño, sentirse gota, pero, al tiempo, sentirse inmenso, no medible, oleada de totalidad. ¿Por qué el mar se mueve con esa constancia y ese arrullo? El mar nos mueve, nos conmueve, nos renueva.
“El mar no solo es un objeto de contemplación estética, le dijo Rybeiro a Ma. Laura Rey, sino que es un ejemplo de conducta. La tenacidad, la monotonía, la repetición de los mismos gestos sin fatigarse nunca. Para un escritor yo creo que es un modelo de conducta. Llegar a ser como el mar: monótono, pero variado al mismo tiempo. Tenaz”. (…) Este Rybeiro es el peruano Julio Ramón, quien en su retorno a Lima, a ese insondable, frío y poderoso mar de Lima, parió su último cuento –“Surf”–, viendo desde su balcón de Barranco a los jóvenes surfiar en las mañanas y las tardes de la entrañable Lima, con su cielo de panza de burra y sus infinitos sabores (El Malpensante).
He probado, con la piel y con la boca, varios mares: el de Valparaíso y Viña, en Chile, atrae pero no acoge. Aleja por el frío. Los mares de Europa, con excepción de los mares andaluces en verano, son mares destemplados, para un poco de natación y luego salir corriendo a la ducha para no resfriarse. Igual el de Santa Marta. El Pacífico colombiano es oscuro y hermoso, pero no es pacífico.
El mar del Golfo de Morrosquillo es un mar especial, por la calma, por la temperatura. Por la terquedad para devolverle al ser humano toda la porquería que le lanza. Hay trayectos del Golfo de Morrosquillo, y destaco la zona norte de Tolú y otros lares como Río Cedro, Balsillas e Isla Fuerte, donde se percibe una ecología social: la gente cuida su tierra como un tesoro. No hay basuras a la vista: se reciclan, se organizan. Cada uno cuida su trozo de playa, como un pequeño paraíso; es un mar-piscina en la mañana y movido en la tarde, con una variada arquitectura en sus playas; casas para tierra fría y casas deliciosas donde cantan en las tardes brisas frescas y hermosos colores.
Nos fuimos a caminar por el Golfo y nos encontramos su zona virgen, la que el turismo aún no ha tocado. Pero ya están allí las huellas del hombre. Es como si la basura que no vimos en el vecindario se hubiera acumulado allá. Recogimos un promedio de 52 objetos de plástico por bolsa negra, 80 por ciento botellas; pero hay zapatos rehusados por pies cansados y restos de objetos varios, luchando contra el salitre y el olvido. Sumamos siete bolsas en el paseo. Queríamos hacer, y lo hicimos en la prodigiosa imaginación, un letrero de botellas de plástico extendido en la playa: S.O.S.: ‘Save our soul’. El grito original era salvar el alma. ¿Qué pasa con el alma humana que es capaz de producir tanta basura?
Otro día entramos a la calma y la grandeza del interior del manglar; navegamos en kayak, en silencio, por la espesura de raíces acuáticas que se levantan gráciles y elegantes para transformarse en fuertes y ramificados mangles que llenan el cielo de verdes. Allí se siente el pasmo del primer aliento, del comienzo de la vida. Allí observamos cómo el agua se transforma en vida, cómo la organización acuosa sostiene la red vital, cómo el agua entretiene la vida. Y es un agua roja, oscura y misteriosa, donde de pronto salta un pez o te roza un cangrejo o te sorprende el vuelo de una garza gris o un gavilán; y te despierta el canto estridente de un Martín Pescador que deja ver su collar blanco y su copete. Y al regreso, de nuevo el mar, navegar en el mar, a contracorriente, con la tenacidad y el orden del manglar, con la constancia del mar.
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