/ Bernardo Gómez
Hacemos parte de una cultura donde prima lo rápido, lo lento sale de circulación, ganan aquellos que se adelantan, ofrecen y llegan primero. Por eso hoy se hacen más vigentes las palabras de Jesús: “Pero muchos primeros serán últimos, y los últimos, primeros” (Mt 19, 30). Estas sencillas palabras hacen alusión a la capacidad de tener paciencia y esperanza. Cerca de terminar el año quisiera invitarlos a detenernos un poco y preguntarnos: ¿Qué he sembrado este año que pasa y cómo lo he sembrado? ¿Qué deseo sembrar para el año nuevo y cómo deseo sembrarlo? Me encanta esta metáfora de la siembra porque nos recuerda el valor de la paciencia, de la espera y de la escucha. Un campesino sabe de siembra y tiene claro que para obtener una buena cosecha, antes se debe revestir de la virtud teologal de la esperanza. Comparto con ustedes esta narración anónima que nos ayuda a entender el valor y la grandeza de saber esperar:
Esta historia acontece en un viejo pueblo presidido por un castillo aún más viejo. Tanto el pueblo como el castillo eran muy aburridos, porque raramente pasaba alguien cerca de ellos. Alguna vez se detenían a hospedarse extrañas caravanas o caminantes solitarios, pero, en cuanto se alimentaban y descansaban, se iban. Un día llegó un mensaje del rey informando que en la corte se habían recibido noticias de que Dios en persona iba a venir a su país. Aunque no se sabía qué ciudades y zonas visitaría, era probable que pasara por el pueblo; por si acaso, debían prepararse para recibirle tal y como Dios se merecía.
Eso entusiasmó a las autoridades: mandaron a reparar las calles, limpiar las fachadas, construir arcos triunfales, llenar de colgaduras los balcones, y nombraron como centinela al más noble habitante de la aldea. Su obligación era irse a vivir a la torre más alta del castillo y vislumbrar constantemente el horizonte para dar lo antes posible la noticia de la llegada de Dios.
El centinela, feliz y orgulloso, se dispuso a permanecer firme en la torre con los ojos abiertos. “¿Cómo será Dios? ¿Y cómo vendrá? Tal vez con un gran ejército, o con una corte de carros majestuosos. En ese caso –se decías–, será fácil adivinar su llegada cuando aún esté lejos”.
Pasaron los días y no pensaba en otra cosa; permanecía en pie y con los ojos bien abiertos. Pero algún tiempo después el sueño comenzó a rendirle y pensó que tampoco ocurriría nada si daba unas pestañeadas, pues Dios vendría precedido por sones de trompetas que le despertarían. Y pasaron no solo los días, sino las semanas. La gente del pequeño pueblo regresó a su vida de cada día y empezó a olvidarse de la venida de Dios. Pasaron meses e incluso años, y ya nadie en el pueblo se acordaba. Incluso la población se fue instalando en tierras más prósperas. Se quedó sólo el centinela, subido en su torre, aguardando, aunque ya con una muy débil esperanza. “¿Para qué va a venir Dios, si este pueblo nunca tuvo interés alguno y ahora, vacío, mucho menos? Y si viniera al país, ¿por qué iba a detenerse precisamente en este castillo tan insignificante?”, se preguntaba.
Pero como a él le habían dado esa orden, y esa directriz le había levantado la esperanza, su decisión de permanecer era más fuerte que sus dudas. Hasta que un día se dio cuenta de que se había vuelto viejo y sus piernas se resistían a subir las escaleras de la torre, ya apenas veía y la muerte estaba acercándose. “Me he pasado toda la vida esperando la visita de Dios y me voy a morir sin verle”, gritó. De pronto, oyó una voz a sus espaldas que le dijo: –“¿Pero es que no me conoces?”.
Entonces el centinela, aunque no veía a nadie, estalló de alegría y dijo: “¡Oh, ya estás aquí! ¿Por qué me has hecho esperar tanto? ¿Y por dónde has venido que no te visto?” La voz respondió: “Siempre he estado cerca de ti, a tu lado; más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero ahora ya lo sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan y solo los que me esperan pueden verme” Y entonces el alma del centinela se llenó de alegría. Y viejo, casi muerto como estaba, volvió a abrir los ojos y se quedó mirando amorosamente al horizonte.
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